La Generalitat Valenciana ha invitado a diversas organizaciones (algunas ateas) a elaborar una estrategia para la igualdad de trato y la no discriminación. Loable intento burocrático de justificar cargos, presupuestos, informes y unas conclusiones que al menos, en el área de entidades religiosas, laicas y ateas, no tienen ningún sentido, pues se parte de un total desapego a la realidad.

La Iglesia Católica, entre subvenciones, sueldos y exenciones recibe cerca de 12.000 millones. Dispone de aparatos de propaganda, tanto privados (pagados con dinero público), como públicos (las televisiones estatal o autonómicas). Cristianos (y pronto islamistas) disponen del privilegio de adoctrinar menores, enseñando sus dogmas (supercherías para los ateos), tanto en colegios concertados (sostenidos con dinero público), como en los colegios públicos. ¿Donde está la igualdad de trato? ¿Cómo nos vamos a sentar los ateos a hablar con unas instituciones, cuyo funcionamiento, se basa en la discriminación y el privilegio?

Las administraciones públicas dicen querer identificar situaciones de discriminación, como si no fueran bastante evidentes sin necesidad de reuniones sectoriales, ni pesados informes. Unas administraciones que dicen estar preocupadas en luchar contra la discriminación, pero cuya única ocurrencia consiste en sentar a la misma mesa a David y Goliat, eso sí, cuidando que David no disponga de su honda con la que pueda enfrentarse a Goliat.

Partiendo de la realidad, habría que cuestionar ciertas ideas, estereotipos y prejuicios que hacen insoportable la más mínima convivencia pacífica, salvo que el sector estereotipado y prejuiciado, agache la cabeza, y entonces sí, aquí paz y allá gloria. ¿Cómo avanzar, sentando en una misma mesa a todopoderosas maquinarias católicas, islámicas, evangelistas, etcétera plagadas de profesionales del charlataneo, de la psicología de masas, ancladas a sus textos sagrados, junto a voluntariosas personas laicas o ateas usando únicamente sentido común?

Los ateos queremos dialogar. Pero antes de empezar ese diálogo, deberían erradicarse privilegios ya plenamente identificados, propios de la Edad Media. De nada sirve hablar de la igualdad hombre y mujer, cuando los interlocutores, con toda su maquinaria proselitista, propagan la idea que la mujer es inferior al hombre, incluso con publicaciones sobre como pegar sin dejar señales. ¿Qué acuerdos pueden salir en cuanto a igualdad de trato a los colectivos LGTBI, cuando cristianos e islamistas los tienen sepultados en vida o condenados a muerte? ¿A qué conclusiones podemos llegar respecto a la infancia, cuando la mayor fuente de pederastia la constituyen sacerdotes, que además son protegidos por la jerarquía? ¿Qué finalidad tendría aprobar medidas no discriminatorias, que para ser efectivas, necesariamente chocarían con la filosofía que las confesiones religiosas dicen inspirada por un supuesto dios?

Como personas individuales, podemos perder el norte, desvariar en nuestros pensamientos, pero eso no debería ocurrir en instituciones públicas plagadas de cargos universitarios, que deberían tener claro, como primer paso contra la discriminación, quitar privilegios a unas instituciones cuya supremacía se basa precisamente en el mantenimiento de discriminaciones. No perdamos, pues, el tiempo, en unas actuaciones donde la única igualdad y no discriminación que se vislumbra, es la de las sillas donde estaríamos sentados.