En apenas unos días desaparecerán definitivamente las pocas cabinas telefónicas que perduraban en nuestras calles y pasarán a ser un símbolo más de la historia de nuestras vidas. No puedo evitar asociar el teléfono público de barrio con la película que Antonio Mercero y José Luis Garci nos regalaban allá por los años setenta y que a mí, personalmente, me aporto miedos y angustias que aún hoy siguen sin ser resueltas. Desde entonces, al entrar en el cubículo que atrapó a José Luis López Vázquez, interponía el pie en la puerta para evitar su cierre total, mientras colocaba en la repisa las muy calculadas monedas del gasto para iniciar la conversación. La precaución, unida al recuerdo angustioso de aquel mediometraje, perduraría incluso en los tiempos en los que el obligado cumplimiento con el Ejército convirtió la cabina telefónica en el cordón umbilical con la familia.

Quién me iba a decir que la película encerraba una crítica soterrada a la dictadura, el franquismo y el aislamiento del país, toda una alegoría política de la sociedad de aquel entonces. Uno, a pesar de la formación recibida no ha sido capaz de desarrollar el instinto preciso para detectar lo subliminal. Si bien ese analfabetismo de la simbología parece que también lo sufría el propio Mercero, que siempre afirmó que su obra sólo tenía la intención de causar miedo y terror, fenómeno que en mi caso, y siendo niño, consiguió con creces.

No miedo, pero sí la misma sensación de triste melancolía me produce la imagen del Toro de Osborne plantada junto a la carretera que conduce al pueblo de mis mayores. Siendo niño, la figura era utilizada por mis padres para tenernos entretenidos durante el trayecto y evitar la temida cinetosis de cualquier miembro de la familia. Había que ser el primero en descubrir a lo lejos su clara estampa. Era la señal inequívoca de que íbamos aproximándonos al deseado destino. Pues bien, tras los distintos sabotajes y destrucción en el paisaje de aquel Toro a la entrada de Tavernes de Valldigna en la comarca de La Safor descubro con sorpresa, humillando de nuevo mi intelecto, que es un símbolo del españolismo rancio, del centralismo político vivido, un freno a los nacionalismos emergentes propios. Nada que ver con un elemento decorativo o publicitario inocente. Quién me lo iba a decir: otro mensaje subliminal, en este caso para alienarme, mientras mis padres, cómplices ignorantes, creían que simplemente nos entretenían haciéndonos el viaje más llevadero. ¿Qué pardillo fui, no? prenderé ante cualquier discurso.