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Afinar la mirada

Las murallas

El muro de Donald Trump, las verjas de Melilla y Ceuta, el muro de Cisjordania, son realmente murallas que asumen la imposible tarea de blindar un territorio extenso ante el deseo vital de movilidad de los excluidos. Todavía recuerdo la alegría ante la caída del muro de Berlín, en 1989. Aquella, una muralla para no dejar salir, pues nadie quería entrar para quedarse en Berlín oriental, en los tiempos finales del comunismo de la Alemania del Este. Cae un muro y se levantan tres, nada se resuelve por completo en la historia de la humanidad.

Las murallas entre los pueblos siempre han tenido que ver con el totalitarismo, y son la expresión del fracaso del diálogo político. Pero sus tipologías han sido muy distintas a lo largo de la historia: el muro del hortus conclusus buscaba preservar la belleza ajardinada, frente a un afuera salvaje. Las murallas de los castillos y ciudades medievales pretendían defender a sus pobladores ante los deseos de conquista de otros ejércitos, e incluso proteger países completos. Que no se piense Trump que ha sido el primero en tener la gran idea: ya en el siglo V a. C. comienza la construcción de la Gran Muralla china, de más de 21.000 kilómetros de trazado, hoy considerada Patrimonio de la Humanidad. Es dudoso que los bloques de hormigón prefabricado y las concertinas de las murallas actuales puedan resistir cualquier comparación.

Tras la caída del muro de Berlín, la mayor parte de las murallas que hemos construido buscan sobre todo proteger la riqueza y establecer, firmes, las fronteras de la desigualdad. Son la última defensa que nos queda frente a los ejércitos de pobres, cada vez más numerosos. Globalizamos las engañosas imágenes de la sociedad del bienestar, y luego levantamos enormes murallas para evitar una excesiva saturación de usuarios. Ya lo sabemos: libertad absoluta de circulación para el capital y las mercancías, y restricción en el movimiento de personas.

Pero ninguna muralla física puede contener el afán de supervivencia, e incluso el legítimo deseo de aspirar a una vida mejor. Hemos entrado ya en una nueva época de aumento de las migraciones, e irán a más según todos los pronósticos, por el cambio climático y sus desastrosas consecuencias medioambientales, así como por la creciente desestabilización geopolítica en numerosos países. Si a esto le sumamos el nulo control real del aumento de la población a nivel mundial y una huella ecológica sobredimensionada, el problema está servido. Nos iría mejor si dedicáramos el dinero y el esfuerzo dedicado a la construcción de murallas a paliar las desigualdades entre los pueblos, a limar los radicalismos ideológicos y religiosos, y a equilibrar la población humana con los recursos ecosistémicos disponibles.

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