El repaso del profesor Antonio Ariño a las culturas abiertas y a las culturas críticas, digamos que a las culturas verdaderas, supone por fortuna no sólo revisión o elogio de esos espacios culturales, sino una equilibrada valoración, yo diría que esperanzada, desde una precisa reflexión crítica y una inteligencia en orden. Y que el talento de la observación valga tanto como la palabra que lo explica es un verdadero gusto, una posición generosa. Él logra unir las actitudes críticas o abiertas como verdaderas floraciones culturales que son espejos de realidades o ficciones. Y si además consigue incorporar a sus explicaciones una prosa tan precisa como nada farragosa enmarida la diversidad cultural como corresponde a la cultura misma, que se une más que se separa. Y es que acaba siendo lo mismo.

En su libro «Culturas abiertas, culturas críticas», este catedrático de sociología de la Universidad de Valencia no sólo se vale de su voluntad de vincularnos a una realidad esencial para aprender de nosotros mismos, y en consecuencia pedagógica, sino a ofrecernos una valiosa contemplación de la cultura, desde una posición abierta en la que no sólo caben las críticas del mundo que vivimos, sino que son necesarias. O desde unas posiciones verdaderamente caricaturescas que puedan abrir las culturas sin maquillajes o ridiculeces. O que hagan, si es preciso, de las ridiculeces culturas, porque la cultura no sólo no está libre de mancha sino que a veces impone la mancha misma. Para bien y para mal, que el mal y el bien han tenido con frecuencia muy estrechas relaciones.

Y no es que la cultura esté llena de paisajes, no; es que todos los paisajes, interiores y exteriores, son cultura. Por eso, al contemplar a esta democracia moribunda que vivimos ahora, donde con frecuencia la catetada social se prodiga y el escenario público y privado da paso a la idiotez (y lo que le espera) he tenido que recordar a mi querido y admirado maestro, Emilio Lledó, que hablando de Epicuro, nos recuerda cómo en su tiempo los griegos también vivieron una globalización en el sentido de que tiraron abajo las murallas e iniciaron la expansión y la conquista de otros mundos, porque el suyo ya estaba como el nuestro de torcido y bobo; hecho una mierda. Pero comprendieron, y ahí está la diferencia entre ellos y nosotros, que frente a esa nueva situación eran necesarios otros principios democráticos y otras formas de enfrentarse a uno mismo. Justamente, el conjunto de visiones y entendimientos del mundo que traspasa los capítulos de esta obra de Ariño que puede ser un ejercicio de esperanza. Donde si se dibuja nuestra actual situación es justamente por falta de reflexión o, si se quiere, por ausencia de educación. Y por eso este proceso, fundamentalmente social, y económico o financiero, afecta a lo cultural. Igual que por las consecuencias de las autopistas de la comunicación y su uso, y de manera especial, a la cultura de masas. Pero no sé si al decir esto menciono lo que dice Ariño, porque lo digo de modo más corriente o impreciso. O porque lo digo mal y él nos ofrece un completo relato muy lúcido. Pero también ha dicho el maestro Lledó, y a él vuelvo, que cada vez es más complicado pensar por nuestra cuenta en esta sociedad paradogicamente llamada de la Comunicación, donde los incultos se dotan de falsos títulos o de antiguos títulos tan falseados. Y tal vez por esta dificultad para pensar y para transmitir lo que pensamos, ridiculeces de actualidad aparte, rechace Lledó a veces con ironía que presenten al sociólogo como filósofo ante el temor de parecer una especie en desuso.

Justo lo que está muy lejos de ser el profesor Ariño en este su brillante relato, editado por Tirant humanidades. Y digo bien relato, tomando a Ariño por narrador que abriga al ensayista, porque es muy útil al pensamiento el cuento bien concebido. Tal vez porque una sociedad sin pensadores, que toma por anacronismo la cultura, quizá sea una sociedad preparada para consumirse en su propio limbo, para convertir los instrumentos de progreso en instrumentos de propia aniquilación. La autoafirmación, tan necesaria al individuo, se niega en la pobreza de su lenguaje. Cuando no en el olvido de las culturas abiertas y las culturas críticas por las que se pasea el profesor Ariño y nos pasea a sus lectores, intercalándolas. Y es que en el lenguaje, como en el saber por el saber, el saber desinteresado, tenemos otro de los grandes problemas.

Nos lo recuerda una buena pensadora como Victoria Camps. Ella dice que pensamos con el idioma y que si lo usamos mal pensamos mal. Lo cual tampoco es ajeno al hecho de que en la comunicación de la era global se produzca una infantilización en la comunicación de los mensajes. Se imponen la rapidez, la sencillez y, por supuesto, la necesidad de ser divertidos. Y no es el caso del profesor Ariño porque le falte alegría, sino porque abunda en él el rigor, que es la alegría del talento. Aunque por desgracia no aspiremos a veces a la descripción de lo complejo, sino a lo que no ofrece garantía de risas. Por eso el discurso político europeo es uno en la mediocridad, desde sus muy diversas lenguas; vivimos una crisis de talento ramplón que revela una evidente mediocridad de las culturas abiertas y, por supuesto, de la educación cerrada. En esta sociedad de las murallas de las frases hechas, repetitivas y ridículas, y de los pensamientos estigmatizados, nos lo ponen mal. Me pregunto por eso, si al hablar de nuestra propia cultura europea, con el resurgimiento en su modernidad de viejos fantasmas que ya creíamos superados, tenemos en cuenta el cambio radical que supone en los comportamientos culturales la globalización y la profunda revolución de las nuevas tecnologías. Instrumentos valiosos y muy evolucionados del conocimiento y deplorables instrumentos desde su uso en la mediocridad más guarra.

Falta reflexión, faltan ideas y además se tiran por la borda las reflexiones que puedan ser compartidas. Y por eso este proceso, fundamentalmente social, económico o financiero, que afecta a lo cultural y de modo muy especial a los comportamientos del individuo receptor y de los agentes públicos, malogra una sociedad en la que los mensajes son descaradamente mercancía.

Les aseguro que no es por fortuna lo que pasa en Culturas abiertas, culturas críticas, el libro de Ariño. El variado conjunto de capítulos de esta nueva obra nos ofrece la reflexión en un mirador oportuno a la diversidad. El talento que yo, que seguramente soy muy mal lector, me he permitido encontrar, no obstante, en mi humilde lectura del libro de Ariño.

No se trata, desde luego, de un libro con don profético. Pero ya las profecías ni se compran ni se venden.