La mayoría de partidos políticos votaron en el Congreso de los Diputados a favor del ciclo completo para las materias de Filosofía y Ética en los tramos de ESO y Bachillerato. Alguno de ellos ha defendido ya abiertamente esta última para el próximo plan educativo. Algún otro ha manifestado luego que la dejarían fuera. Igual que se conoce a un hombre, no tanto por lo que dice o siente, sino por lo que hace o no, en este caso su inacción les denuncia hoy a casi todos. El ambiente parlamentario está cargado de esta aparente complicidad. Por lo menos han sido correctos en su voto primero, aunque todavía no haya mucho que agradecer. Quizás sí estarían de acuerdo en rescatar la antigua Retórica, aquella disciplina sofista que usaban los políticos de la Grecia clásica para enseñar a hablar bien en público y convencer a sus votantes, independientemente de que el discurso sirviera o no a la búsqueda de la verdad. Sócrates y Platón ya les denostaron precisamente por esto: enseñar demagógicamente a sus conciudadanos, ofreciendo al pueblo lo que el pueblo quería oír en determinado, y calculado, momento histórico. Cualquier filósofo ha aprendido a desconfiar de los «conductores de almas». Enseñamos a ser libres. La democracia ateniense se perdió por la mediocridad de sus políticos.

Esta indiferencia real, casi unánime, por la Filosofía y la Ética no se percibe tanto, por supuesto, en declaraciones públicas. Faltaría más, porque sería un escándalo. Pero de momento pocos mueven un dedo por conseguir que este «aprendizaje para ser persona» esté garantizado a las próximas generaciones. No parece que la enseñanza del pensamiento autónomo y crítico, de la «virtud moral», genere un rédito apreciable que mueva a nuestros ingenieros de la educación a buscarles un espacio digno en los planes de estudio; seguramente la mayoría no lo aprecian como una buena inversión para formar, o deformar, a quienes deben surtir de recursos humanos a un mercado laboral interesado sólo en el beneficio económico, y mucho más cuando su competitividad interna tiene alcance europeo y globalizado. Para que reine la tecnocracia en la gestión de lo público hace falta un pueblo que se deje conducir; el oficio de político ya se ha especializado definitivamente, como adelantó a su tiempo Max Weber, y que el pueblo aprenda a pensar por sí mismo podría considerarse intrusismo profesional. La responsabilidad moral, en cualquier caso, recae también sobre el indiferente.

Al final acabaremos reconociendo como profetas a Adorno y Horkheimer, que advirtieron de un avance técnico y científico inédito para nuestra época, pero profundamente vacío de progreso moral y ético; ahíto de altura humana. Les «edificaremos mausoleos», como hacían los hipócritas (Lc. 11,47). Sócrates también pagó en su propia carne, como Jesús de Nazaret, el precio de su honestidad. Le construiremos otro mausoleo. Yo soy sólo un profesor. Seguiremos al pie del cañón educando para ser hombres y mujeres libres desde nuestras aulas mientras no nos arrebaten definitivamente la libertad para enseñar. Nuestra negligencia en recordar la Historia nos condenará a repetirla si no nos damos prisa, al menos para levantar la mano y pedir la palabra.