Nadie duda hoy sinceramente (bueno, es posible que Rajoy lo siga haciendo) que las desigualdades económicas han crecido durante la última década en España. Pero ¿y las desigualdades culturales? O resulta que si tratamos de la cultura ¿no es pertinente utilizar este lenguaje? Ernesto Sábato afirmaba que «nada hay más peligroso que algo de cultura», dejando entrever que, en este ámbito, es absurdo referirse a la cantidad: es mejor no tener nada (incultura) que solamente tener «un poco». Sin embargo, el capital cultural existe, puede ser acumulado y se halla desigualmente distribuido, siendo más difícil de repartir que el dinero o la tierra. A pesar de todo, ninguna política hasta hoy ha tomado en serio el acceso de la totalidad de la población a los bienes y servicios culturales, mientras que las políticas de bienestar sí han asumido (con mayor o menor éxito) el acceso a la sanidad, a la educación, al empleo o a la vivienda.

Abordar esta cuestión supone plantearse una nueva dimensión de la ciudadanía: la cultural. Como mostró T. H. Marshall en 1950, el interés creciente por la igualdad social tras la IIª Guerra Mundial no era más que la última fase de una evolución de la ciudadanía que no había dejado de progresar durante 250 años. Para él, en primer lugar, se habían definido los derechos cívicos y después los políticos. Pues bien, para Renato Rosaldo, hacia mediados de los años ochenta, era claro que había que dar paso a una cuarta generación de derechos, tras los cívicos, políticos y sociales: los culturales.

La necesidad de un concepto y una política de la ciudadanía cultural se hacía evidente al estudiar la situación de los latinos, en su propio país, Estados Unidos, donde eran tratados como ciudadanos de segunda. Para él, la ciudadanía cultural se concretaba en el «derecho a ser diferente» y a participar en la determinación del propio destino contando con una voz significativa en las decisiones públicas fundamentales. Este planteamiento podía ser encajado todavía en el marco del Estado-nación contemporáneo (porque se contenta con exigir pertenencia plena) y servía también para incorporar a otros colectivos estructuralmente excluidos o marginados en función de la edad, el sexo, el género, la funcionalidad o la raza. Pero el incremento de los flujos migratorios y de las personas refugiadas así como la globalización de los flujos de significados han puesto en cuestión necesariamente la lógica de integración en el Estado-nación y surge un nuevo problema: cómo gestionar la diversidad cultural.

La creciente complejidad de la composición de las sociedades y la fragmentación de los estilos de vida, han socavado la ilusión de un consenso cultural, de una asimilación y una homogeneidad en el marco de un territorio. Todas las culturas son internamente heterogéneas, contestadas y conflictivas, dinámicas y en evolución constante, y en todos los pueblos habitan múltiples culturas que interactúan de formas complejas.

La ciudanía cultural, en consecuencia, debe atender y organizarse en dos dimensiones. La primera se ocupa de la cuestión distributiva: todas las personas que viven en un territorio y en una comunidad política tienen derecho a participar en condiciones de igualdad en la amplia gama de actividades que constituyen el campo de la cultura. Para ello, deberán tener la oportunidad de adquirir las competencias, habilidades y conocimientos necesarios para poder elegir, disfrutar, apropiarse de los bienes y servicios culturales y contribuir creativamente a la cultura general.

Pero, al mismo tiempo, la segunda dimensión debe atender sin concesiones el principio de heterogeneidad, de manera que toda persona debe disponer de los medios para funcionar efectivamente dentro de una sociedad sin ser obligado a abandonar sus afiliaciones, pertenencias, lealtades o identidades previas. Esta dimensión se ocupa de las pretensiones expresadas en las luchas de las «minorías in situ» para mantener su identidad y especificidad frente a la fuerza homogeneizadora de las culturas nacionales.

Justicia cultural y reconocimiento de identidades constituyen las dos caras de esta ciudadanía cultural. Pero es difícil que se logre conseguir esta si al mismo tiempo no se crea un contexto para que las interacciones entre individuos y grupos, más que fomentar el desarrollo de enclaves separados, propician la transformación de los cimientos sobre los que se asientan las identidades previas, desarrollando nuevas formas de derechos y de inclusión y cohesión.

De las buenas prácticas que, en la Comunitat Valenciana, caminan en esta dirección, trataremos el día 8 de abril en el encuentro Un País de Cultures que se celebrará en el Centre Cultural La Nau.