Ha terminado el ferión de los libros; el feriazo de Viveros; la fiesta literaria de València, con sus habituales presentaciones de novedades; con sus casetas multicolores, llenas de volúmenes mejor o peor encuadernados y de autores más o menos tímidos; con sus excursiones de chavales admirados por la curiosidad que despiertan, entre la gente mayor, unos extraños haces de hojas llenas de letras, unidos por el costado izquierdo y protegidos con láminas de cartón. Ha concluido la lonja de los libros nuevos y algo caros, que complementa en el año al mercadillo de los libros viejos, más deleitosos y -¿qué queréis que os diga? ¿Queréis que os mienta? ¡No puedo hacerlo! Me debo a vuestra confianza y al respeto que me inspiráis- más asequibles, que tiene lugar poco antes en una Gran Vía Marqués del Turia transformada en maravilloso alcaná, en territorio mágico, intemporal y repleto de tesoros bibliográficos. Y entre un evento y otro, el balance de las librerías ha sido sumamente positivo, aunque no me refiero a la parte crematística sino a la cuestión que preocupa de verdad al sector, que no es otra que averiguar si hay o no motivos para el optimismo en el ámbito de los libros impresos.

Más allá de las ventas, pues, ha sido interesante observar el hojeo, el manoseo curioso de los visitantes, el gusto por llevarse a casa un ejemplar con la rúbrica de puño y letra del escritor, la satisfacción de incrementar, en dos o tres ladrillitos, la colección de casa. Todavía existe la fruición de ir construyendo la biblioteca privada; y más aún: esta fruición ha resistido el embate de los libros electrónicos. La lectura sobre pantalla, que parecía el verdugo de la lectura sobre papel, se diluye con rapidez en el marasmo del desengaño. El público va comprobando que, lectura por lectura, la del papel es mucho más gratificante. Los textos en una pantalla están cubiertos por un cristal; son intocables, inasibles e inapropiables; no son aptos para la sensación integral de la lectura, que surge de combinar comprensión racional y aprehensión física. Porque hay un tacto neuronal y un tacto visual, ocular, cuando se lee un texto estampado; un tacto más intenso en los antiguos trabajos de molde y menos intenso en el offset moderno, pero tacto en todo caso.

Y además está el tacto del papel, de los distintos papeles; y la emoción de ir consumiendo las páginas, haciéndolas propias, pasándolas de lo desconocido a lo sabido, convirtiéndolas en terreno explorado al pasarlas de una mano a la otra. El montón de las leídas y el montón que falta. El libro empezado, el libro demediado, el libro a buenas noches y el libro terminado. Los libros de papel están ganando la batalla; se imponen, por méritos propios, a los libros electrónicos. Hurra por los libros coleccionables, apilables, olibles y acariciables; hurra por la experiencia inagotable de agarrar un libro y degustarlo con las manos, los ojos, la nariz, el cerebro y el espíritu.