La noticia del día ha sido la dimisión de la Primera Ministra británica Teresa May con efecto el 7 de junio. Noticia que llevaba gestándose desde hace semanas, e incluso meses, pero que ya era esperada en las últimas 48 horas. Sobre todo, desde que su prometida nueva versión del acuerdo de salida de la Unión Europea por parte del Reino Unido, que presentó a principios de la semana, recibió un definitivo jarro de agua fría por muchos miembros del Parlamento.

Tal recepción posiblemente no era merecida. Al fin y al cabo, reflejaba algunas de las importantes preocupaciones de los votantes del partido de la oposición, el laborista, incluyendo la permanencia (aunque temporal) del Reino Unido en cierta forma de unión aduanera y dejaba abierta la posibilidad, contra las inclinaciones de la propia May, de que llegase a haber un nuevo referéndum que validase (o no) el acuerdo de retirada del Reino Unido, una vez fuese aprobado por el Parlamento británico. Así como la cobertura legal de derechos de los trabajadores y de protección ambiental.

Las dos primeras concesiones resultaron fatales para el dividido partido conservador, que pensó que eran excesivas y adoptó la revuelta como forma de presionar a May a renunciar a esos postulados o a no presentar ante el parlamento su nueva propuesta. Revuelta cuyo pistoletazo lo dio la dimisión el miércoles de Andrea Leadsom, ministra en el gabinete de May y jefa de los parlamentarios conservadores en la Cámara de los Comunes.

Por no haber sabido gestar el dificilísimo tema del Brexit, ante una sociedad brutalmente dividida, por no haber sabido encontrar suficientes aliados ni entre su propio partido ni dentro del principal partido de la oposición, May se ha visto forzada, finalmente, a tirar la toalla. A la intolerancia de la rama dura de su partido se ha unido la tibieza europeísta del líder de la oposición, Jeremy Corbyn (que contrasta con la afinidad por la Unión Europea de una mayoría de sus votantes, sobre todo los jóvenes y los habitantes de las grandes ciudades). Y también, sin duda, la explícita y mantenida ambición de Corbyn, sin importarle mucho las consecuencias, de que la crisis del Brexit desemboque en unas elecciones generales de las que él salga triunfante. Corbyn tal vez habría podido salvar a May y reducido las altas probabilidades, ahora, de que haya un Brexit duro. No ha querido, pues sus intereses eran otros. Una nueva victoria del cortoplacismo y de las ambiciones partidistas sobre temas de Estado.