Una semana ya de las Elecciones y es como si todavía fuera la infinita noche electoral. El alba no parece clarear. Imaginamos las cautelas de todos los actores. Todos se preparan para una legislatura de cuatro años y el paso que den no tendrá una fácil marcha atrás. Así, no es sorprendente que en una semana apenas se hayan movido las posiciones. Que sepamos. Esta es la parte menos interesante de la política y la que produce más fiebre en los profesionales del gremio. La mayor parte de ellos se han lanzado a explorar el terreno, pero sin grandes reflexiones sobre lo que ha pasado. Así que estamos en lo que más nos gusta, la política de gabinete, ese frenesí de llamadas para al final andar a tientas en la opaca oscuridad. Sentar algunos principios que puedan ver la luz del día, eso gusta menos. Nadie sueña con que el electorado se asiente y se estabilice. Con cinco partidos en danza, eso ya no va a suceder. Dar el salto del PP al PSOE podía implicar una gran distancia y decisión. Pero cuando la escala se divide en cinco grados, con un pequeño esfuerzo puedes desplazar al partido de al lado. Lo que tienen difícil los partidos es asentar un principio que haga irreversible la fidelidad.

El caso de Barcelona debería ser el más sencillo. La posición allí está organizada sobre el deslinde de independencia, o no. Esa es la verdadera línea. Ya no lo es defender una salida democrática o no al conflicto. Hace mucho que las posiciones independentistas se han situado como si la democracia hubiera hablado. Para ellos, la democracia ya está consumada y se trata ahora de que se aplique. Ese es el verdadero planteamiento de Maragall y por supuesto de Puigdemont. Los independentistas se sienten legitimados a impulsar todas las medidas que impliquen que Cataluña ya es independiente. Para ellos ya lo es de jure. Consideran que quienes no aceptan este planteamiento son antidemócratas, como si no hubieran escuchado la voz del pueblo catalán. Usar el poder desde esta concepción priva a la democracia de sus mismas condiciones de posibilidad. Si ahora se celebrara un referéndum nadie podría garantizar la imparcialidad del poder público.

Así que Ada Colau debería tener la teoría clara. Si entrega el gobierno de la ciudad a Maragall, que tiene los mismos diputados que ella, asumirá este planteamiento, que el independentismo tiene un plus de legitimidad para gobernar, uno que no depende de los electores, sino del hecho de que Cataluña ya es de iure lo que ellos dicen que es. De hacerlo, la posición política de los Comunes se parecerá como dos gotas de agua a la de las CUP. Asumirán la hegemonía del independentismo y se verán arrastrados a una política que parte de la premisa de que Barcelona ya es la capital de la República catalana a todos los efectos, legítimos y legales, si no fuera por la obstinada presencia del invasor. Dudo que los votantes de los Comunes hayan depositado su papeleta con el nombre de Colau asumiendo este planteamiento. Tenían la opción de votar a dos fuerzas independentistas y no lo hicieron. Dado que esa diferencia es la más intensa posible que se puede imaginar, asumir la hegemonía de Maragall sería desconocer la opción vital de sus votantes.

Por supuesto, todos los demás partidos catalanes, excepto los independentistas, harán causa común con un gobierno que garantice un poder público que se ejerza sin presupuestos tan injustos. Que Valls haya ofrecido sus votos gratis, no es sino consecuencia de que sus votantes no padecerán la mayor injusticia: ser considerados como metecos. Esa cesión de votos no se tiene que desprender de premisas ideológicas. Lo que demanda a gritos cualquier ciudadano sensato, sea independentista o no, es que el poder catalán no considere que la independencia ya está jurídicamente consumada. Pero no tenemos ninguna razón para creer que el argumento vaya a entrar en la cabeza de Torra, de Puigdemont y de Junqueras. No se puede decir en sede judicial que todo fue un símbolo, y luego gobernar como si todo hubiera sido consumado.

Lo demás, comparado con esto, es menor, pero no irrelevante, y además por los mismos motivos. Los nuevos partidos como Los Comunes, Podemos o Ciudadanos, surgieron ante la constatación de las carencias de las elites gobernantes, ya fueran intelectuales, ya morales. La decepción ha sido amplia porque las nuevas elites no siempre han demostrado mejor condición ni estilo. Por eso no ha cristalizado del todo el partido de Rivera, porque no ha mostrado traer un cambio de estilo de hacer política. Sólo han sobrevivido aquellas o aquellos dirigentes que representan otra forma de estar en política: Ribó en València, Colau en Barcelona, Carmena y Errejón en Madrid, Quichi en Cádiz. Si cualquiera de ellos se pone detrás de los esquemas de las viejas elites, que se dé por muerto. O son visibles de la manera que ellos quieren serlo, o no tendrán razón suficiente para permanecer cuando sean indistinguibles de las viejas elites. El caso de la Comunidad de Madrid cuenta desde luego con la excepción de Gabilondo, que por sí mismo encarna una forma de ser ajena a la burocracia del PSOE. Todos ellos son promesas de cambio cualitativo. En las luchas de elites no puede haber componendas. Si se cede, adiós, porque la vieja te come.

Supongo que no tendré que dar razones para colocar a Maragall entre las viejas elites catalanas, tan extrañas en sus movimientos, tan personalistas. Ponerse en su estela es dejar de ser uno mismo. Colau puede hacerse visible desde la alcaldía y daría igual quién la apoyara. Sería ella misma. Pero no puede ir de segunda de una familia de la aristocracia barcelonesa sin desaparecer y dejar sin referente a un electorado que, si hubiera querido votar a un Maragall, habría tenido mil ocasiones de expresarlo. Sucede lo mismo con Carmena. Si no gobierna, tiene que ir a la oposición, pero no puede ponerse tras otro que hará invisible su significado.

La lección de todo esto es que desalojar a las elites vigentes de su capacidad de representar a la ciudadanía, y por tanto de ejercer el poder, es un asunto muy complicado. Nadie que no sea consciente de esto debería intentarlo. Desde luego es mucho más difícil que hacer un partido y obliga a jugar a más largo plazo. Un partido nuevo puede siempre encontrarse con el voto de los enfadados, pero eso no tiene nada que ver con ganar los votos de los confían en ti. Por eso hay una tensión implícita en los últimos comicios a fortalecer el viejo bipartidismo. Tiene que ver con el hecho de que no han aparecido elites alternativas sólidas capaces de inspirar confianza. Sólo en sociedades en las que cunde la desesperación se le da confianza a cualquiera. Afortunadamente, no estamos ahí.

El otro comentario es que la gente sabe graduar la confianza que requiere una o un dirigente según el poder que ha de ejercer. Como decía muy bien Estañ en la entrevista de este periódico el domingo, el electorado puede volcarse con Ribó, pero no confiar tanto en Compromís a nivel de elecciones generales. Entiende que Ribó tiene suficientes fuerzas para organizar el Ayuntamiento, pero cuando se trata de formar gobierno en Madrid, se vota a Baldoví porque es la voz de València en la Cámara, pero apenas a uno más, porque no se percibe que tenga cuadros adecuados para contribuir al Gobierno central. Desde luego, nadie recibirá la confianza para gobernar el centro si no ha gobernado antes varias autonomías y ha mostrado su capacidad de federación. Por eso Podemos debe entrar en el Gobierno valenciano. Sólo así ganará complejidad interna. Pero debe exigir Consellerías que pueda ordenar de arriba abajo, sin principios cremallera de directores generales. Eso ni es eficaz ni da visibilidad. En una lucha de elites se necesitan ambas cosas.