Ataviado con su palo-selfie, corre hasta el monumento dedicado a los asesinados en Sachsenhausen. Estira, posa y autofoto. Selfie. Vanidoso en inglés. Se lleva un recuerdo del campo de exterminio situado cerca de Berlín. Pone una cruz en su mapa. «Yo estuve allí», dirá en un idioma cualquiera. No sabe el sentido de aquel monumento. Desconoce la razón por la que fue erigido. Muestra respeto nulo por los fallecidos no hace tanto allí. Se hace una autofoto en un símbolo de la resistencia antifascista como quien posa en una fuente sin agua de Torrent.

Ni mucho menos es la única falta de sensibilidad que se observa. Una familia (quizá holandesa, quizá británica) abre un paquete de patatas fritas tan pronto como traspasa la puerta en la que se puede leer «Arbeit Macht Frei» (el trabajo libera). Encima del portón con el mentiroso lema se situaba un francotirador que vigilaba posibles disidencias y mataba a menudo a capricho. Para la familia turista empieza el espectáculo y no es más aberrante su comportamiento porque no degustan palomitas. «Cuando venga a Auschwitz, recuerde que está en un lugar en el que fueron asesinadas más de un millón de personas. Respete su memoria. Hay lugares mejores para aprender a andar sobre una viga que en un lugar que simboliza la deportación de cientos de miles de personas», lamentaron los responsables del museo de Auschwitz en un mensaje publicado en sus redes sociales hace unas semanas.

Un campo de aniquilación no entiende de visitas simplistas. Es obligatoria la interpretación. También la empatía y la sensibilidad. Por supuesto, un mínimo de conocimiento. Una pareja española dialoga sobre aquellos muertos pero lo hace desde la distancia. También desde el desconocimiento de quien no sabe que en España hubo trescientos campos de concentración en los que murieron miles de personas. Analizar el horror nazi es incluso fácil moralmente pero no lo es tanto para muchos revisitar el pasado próximo y analizar qué pasó en este país hace unas décadas. La psicóloga Cristina Cristóbal comentaba en una reciente charla en València que los descendientes de las víctimas del nazismo y del franquismo (ella lo es) no tienen miedo a la memoria y el recuerdo. Se sienten orgullosos de sus antepasados y de su lucha por la democracia. Por eso reivindican la verdad histórica. Pero, los descendientes (familiares y herederos ideológicos y políticos) de los asesinos y represores, ¿sienten la misma tranquilidad? Quizá por ello muchos se oponen a las leyes de memoria histórica. Alemania pidió perdón, como país, por el nazismo. Es obligatoria la enseñanza del Holocausto en las escuelas y hoy en día está prohibido (y perseguido a nivel penal) mostrar símbolos fascistas. Si te da por pedir un taxi de forma inadecuada con el brazo en alto, seguramente acabas en el calabozo. Y no es broma. En España existe barra libre para la extrema derecha fascista y miles de demócratas continúan en cunetas mientras Rajoy se enorgullecía en televisión de haber vaciado los fondos para rescatar sus cuerpos y enterrarlos dignamente. Ahora, dirigentes de Vox llaman «buscadoras de huesos» a las ancianas que siguen su lucha para recuperar los cuerpos de sus padres. En la suela del zapato de Ascensión Mendieta (por poner un ejemplo) hay más dignidad que en todos los dirigentes de la extrema derecha juntos.

Hagan el favor, cuando se aproximen a víctimas del fascismo, muestren respeto. Si desconocen la Historia, al menos demuestren un poco de sensibilidad. Sobre todo porque la democracia que tenemos en Europa es gracias a ellas y ellos.