Hacer 60, 70 u 80 camas al día. Limpiar las mamparas de hasta 30 duchas sin que quede un cerco de cal. Repasar más de 25 cristaleras de balcones con vistas al mar. Vigilar que no haya ni una huella dactilar en las superficies de metal. Asegurarse de que 40 o 60 espejos devuelvan el reflejo sin mácula. Comprobar que en los desagües de las bañeras no queda ni un solo pelo del cliente anterior. Colocar milimétricamente las bolsitas de té y las cápsulas de café de cortesía sobre la bandeja. Ahuecar la friolera de unas 70 almohadas. Pelearse con entre 30 y 60 nórdicos (de los de plumas, no de los descendientes de los vikingos). Mover más de medio centenar de camas para barrer las pelusas. Cambiar más de cien toallas. Y decenas de sábanas. Ordenar zapatos, camisones, bikinis... que los clientes han dejado tirados en el suelo. Empujar ocho horas un carro que pesa más que ellas. Caminar la distancia que hay de Vila a Sant Antoni sin salir del hotel. Cruzar la puerta de las habitaciones cargadas como mulas para no perder tiempo dando viajes al carro del pasillo. Escoger entre comer o salir a la hora. Sonreír cada vez que se cruzan con un cliente. Fichar al final de su jornada laboral antes de seguir haciendo habitaciones. Y sin chistar. Irse a casa con los huesos molidos. Llevar una botica en el bolso. Empleo de calidad, de lujo, de cinco estrellas, ¿no, señores hoteleros?