Tienen razón quienes afirman que lo políticamente correcto es un muermo; tanta razón como tenemos quienes aseguramos, sin tener toda la certeza, claro, que el impenitente ejercicio de la incorrección política (dale que te pego, diciéndolas cada vez más gordas) no lleva a la melancolía, sino a la gilipollez y al desvelamiento.

Veinte mujeres han denunciado al tenor Plácido Domingo (Tormentoso Lunes) por acoso y abuso sexual. Para formarse una opinión y exponerla, lo políticamente correcto sería esperar que las denuncias se sustancien (signifique lo que signifique) y presuponerle al cantante la posibilidad de la inocencia, a pesar de que en la primera respuesta a las denuncias publicadas parecía admitir su culpabilidad, acudiendo al falso argumento histórico y relativista de que los tiempos cambian y que lo que hoy no está bien en otro momento lo estuvo.

Pero el tenor ya ha recibido sentencias en firme por parte de algunos y «apoyos incondicionales» por parte de otros. Si los primeros es probable que se precipiten, los segundos es incuestionable que se exceden: presuponen que veinte mujeres se han puesto de acuerdo y mienten y, en cualquier caso, parecen ignorar que los apoyos incondicionales no significan ni añaden nada a los hechos que se denuncian e investigan. Hasta aquí la corrección política.

Pero ha sido el bufón Boadella el que ha rizado el rizo de la incorrección política, que ejerce cuanto puede aún a riesgo de cansarnos, equivocarse y desvelarse. «Las manos de un macho, dice y dice macho, no están para estar quietas». Afirmación que justificaría las acciones del macho tenor por inevitables y necesarias, además del botín sexual en los campos de batalla y el derecho de pernada en los feudos profesionales; y que demostrarían cómo haciendo el tonto, haciendo el tonto, uno puede acabar siendo un imbécil. Para acabarlo de arreglar, acusa a las acosadas de acosar ellas ahora al tenor con sus denuncias cuando «cualquier mujer sensata le hubiera propinado un guantazo en su momento». Vamos, que se dejaron. Infumable. Pero en fin, como decía Tácito, «rara felicidad de una época en que puede pensarse lo que se quiere y decir lo que se piensa». A lo que Bernie Gunther, en la póstuma de Philip Kerr, siglos después añadía: «Es divertido no decir lo que se piensa y no pensar lo que se dice». Y el premonitorio Flaubert, zanjando la cuestión, concluía: «Pase lo que pase seguiremos siendo unos estúpidos».