Han transcurrido más de cuarenta años desde que una muchedumbre compacta y alegre inundara las calles y plazas de la ciudad con el grito unánime de «llibertat, amnistia, i Estatut d'autonomia». El mismo tiempo para que por sucesivos Decretos recuperáramos la libertad secuestrada desde el 1º de abril de 1939 y aún antes en según qué territorios de España; y la amnistía, aplicada a las víctimas de la Dictadura pero también a sus victimarios. Por el mismo procedimiento se instituyó del Consell Preautonòmic del País Valencià, y entró en funcionamiento la Asamblea parlamentaria con el fin de redactar un Estatuto de Autonomía para el País Valenciano.

La cercanía al 9 de octubre, la fecha simbólica de nuestro nacimiento como país moderno de la mano de Jaume I, aconseja formular algunas reflexiones, comenzando por la constatación de hechos como los consignados en el párrafo precedente. Cientos de miles de conciudadanos, más de una generación, y con derecho a voto, no los han vivido, ni tampoco se ha ejercido sobre ellos una pedagogía de los valores que encarna el sencillo enunciado de las aspiraciones de finales de los años setenta del pasado siglo. La pedagogía de los valores democráticos, una de las carencias más notables y peligrosas para el ejercicio de los mismos.

La triple exigencia de 1977 venía de un largo recorrido, el de la oposición a la Dictadura, y la formulación de propuestas para cuando esta concluyera, por ruptura o por pacto. Algunos han querido reducir esta oposición a polvo de la historia en grave olvido de los asesinatos, torturas, trayectorias truncadas de decenas de miles de opositores entre 1939 y 1975. El Dictador murió en su cama, ciertamente. Puede que ninguno de los «reductores» pasara por los siniestros calabozos de la calle Samaniego o los nuevos de la Gran Vía de Fernando el Católico, ni por el Tribunal de Orden Público, los Consejos de Guerra, ni perdió curso en carrera académica o empleo. Una clandestinidad hogareña que impúdicamente se mostraría cuando el tiempo escampó.

La reconstrucción de los valores democráticos vino de las gentes organizadas con una novedad que no lo era tanto, la de la incorporación de intelectuales y profesionales conscientes de su papel de proveer de ideas y proyectos a un cambio que el Régimen dictatorial no podía, ni quería, afrontar en razón de sus «principios inamovibles».

Las inexplicablemente aplazadas elecciones locales, entre junio de 1977 y abril de 1979, procuraron el rearme de una derecha que vio amenazada su continuidad, la del franquismo . La feroz oposición al Consell Preautonòmic del País Valencià, fue su objetivo directo que no encubría el desprecio por lo inevitable: la democracia y su correlato local, la autonomía. Los ayuntamientos democráticos de 1979, siguiendo la Constitución, reclamaron el Estatut y además lo hicieron de acuerdo con lo prevenido en el artículo 151 de la CE, la autonomía plena.

Para los prebostes nacionales esta opción superaba sus previsiones. Habían tenido que «tragar» con Catalunya, Euskadi y Galicia, con regímenes autonómicos bajo el manto de la Constitución republicana, y con otras singularidades como la Navarra y los regímenes forales. Además de apechugar con Andalucía. Los demás, por la vía del artículo 143, con un objetivo de descentralización administrativa más que una federalización en la organización territorial del país.

«Un espacio y unas gentes de fuerte personalidad regional y con lengua propia» es aproximadamente la definición de País Valenciano que formuló mi amigo el profesor Joan Romero. No es la que se había elaborado en los años sesenta y setenta del pasado siglo, desde Nosaltres, els valencians, de Fuster pero podría estar más cerca de las posibilidades reales de nuestra sociedad, sin renunciar a «fer país».

La violencia de la reacción ante unos avances modestos fue considerable: agresiones a parlamentarios, autoridades electas, estruendo mediático, no siempre rechazadas con energía por las izquierdas mayoritarias, en algún caso hegemónicas como el PSPV-PSOE, lo que se tradujo en una mengua de expectativas. El pragmatismo realista se unió al mercadeo insuficientemente explicado, o no explicado, de nombre, símbolos, e incluso lengua como se tradujo en el Estatut de Benicassi. Acaso los prebostes aludidos ya habían concluido con un basta! el proceso que llevaba a un estado plurinacional, a una estructura federal, más allá de la descentralización.

La autonomía garantizaba un comedero para las elites extractivas, políticas, sindicales, empresariales, que se veían cómodas ante la perspectiva de empleo, subvenciones, y oportunidades de compadreo por aquello de la proximidad a los gestores.

Sin embargo constituyó un avance. Un ejemplo, los valencianos iban a estudiar y aprender en su propia lengua, un hecho sin precedentes que sigue vigente en la Llei d'ús i ensenyament. O que, más lentamente, la salud, la educación, los servicios sociales, el modelo productivo, fueran de proximidad, de gestión de la nueva institución recuperada, la Generalitat Valenciana.

Sin embargo también, subsisten algunas preguntas. ¿El uso de la lengua propia es social, comenzando por el que hacen las dirigencias políticas, sindicales, empresariales? Y otra más profunda, ¿quieren los valencianos serlo? O, por el contrario, ¿se limitan a aceptar resignadamente una subalternidad a que llevan siglos acostumbrados?

Demasiadas preguntas sin respuesta. En 2015, tras el largo paréntesis de dominio social y político de la derecha, se abrió un nuevo horizonte. Con el agravante de una herencia que nadie ha precisado para que la ciudadanía lo entienda: el despilfarro hipoteca las oportunidades de acción de la Generalitat o los Ayuntamientos, además de la tutela inconstitucional de las «reformas» de los años del PP en el gobierno de España. El cambio de la financiación en el actual marco autonómico parece tan remota como la misma reforma constitucional, y ambas son inaplazables. Con una tercera amenaza, las voces de la derecha extrema, la antigua asilvestrada, con la propuesta de eliminar el sistema previsto en el Título VIII de la CE.

No estaría de más volver a «fer país» desde las nuevas perspectivas que imponen las grandes transformaciones económicas, sociales y políticas de los últimos cuarenta años.