Alguien tendrá que explicarle a la ministra González Laya la diferencia entre un encargado de negocios y un Ministerio de Asuntos Exteriores. Por lo que leímos en la entrevista del domingo en El País, parece que no lo tiene claro. Este no es un asunto menor, sobre todo cuando pretende defenderlo con esa doctrina extraña que llama diplomacia del siglo XXI. Mientras que nos aclaramos con lo que quiere decir, la ministra nos pide crédito. Por mi parte, me cuesta poco dárselo. Cualquiera sabe que el crédito se concede cuando está claro el objetivo y el plan. En la política exterior ambas cosas son los principios políticos. Tras la entrevista de la ministra, no sabemos cuáles son.

Por la forma de contestar algunas preguntas, más bien comenzamos a pensar que no necesita tenerlos. Sin embargo, un Ministerio de Estado no puede vivir sin ellos. A lo largo de la entrevista, por el contrario, despliega lo que llama «diplomacia económica». Se supone que esta consiste en asumir que el problema fundamental de este Ministerio es negociar condiciones económicas favorables para España. Me temo que esto siempre acaba siendo la consecuencia de la política exterior, y no un desnudo cálculo económico variable. Es como lo que sabemos de la lista presentada a Torra. Pone por delante la negociación económica y silencia el principio político federal, que sirve precisamente para evitar el cambalache estéril y oportunista.

En todo caso, ¿queremos inspirarnos en esta política que lo reduce todo a aranceles? ¿Tenemos poder para hacerlo? La ministra dice que quiere que España pese más en el mundo. No sé cuál es la dieta para que un país pese más de lo que pesa, pero no creo que sea buscar alianzas fuera de Francia y de Alemania. Esta es una frase que queda muy bien, pero es difícil buscarle una concreción. ¿Quién será el objetivo de esas alianzas variables? ¿Una Italia que pende de un hilo para convertirse en una potencia furiosamente antieuropea si vence Salvini? ¿O quizá piensa en el húngaro Orbán? ¿O en Polonia, cuya política es más peligrosa todavía en su capacidad de erosionar a la UE? ¿Lograr consensos? ¡Claro! ¿Quién no los quiere? ¿Pero cree la ministra que habrá consensos sobre emigración, transición ecológica, cooperación y demás asuntos razonables, con gobiernos que destruyen la democracia? ¿De verdad ve a Orbán consensuando todo esto? ¿Por qué no decir entonces que Francia y Alemania son el fundamento de que Europa tenga un futuro democrático sólido, que a su vez es condición de todo lo demás? Pues de eso se trata hoy en el continente: de defender la democracia como prioridad. Supongo que la ministra tendrá líneas rojas específicamente políticas para llevar adelante estas alianzas variables, y nos hubiera gustado saber cuáles son. Es una mala noticia que ella se limite a defender la diplomacia económica.

Este concepto es brevemente explicado, pero no logro evitar las confusiones que me produce. La diplomacia del siglo XXI debe apalancar la economía, nos dice. Con dificultad penetramos el sentido preciso del verbo «apalancar». Cuando se trata de hacerlo con la economía como centro de la política exterior, la metáfora no me inspira una imagen clara. Todavía me resulta más extraño que la ministra afirme que hay que hacerlo «en todas sus expresiones: cultural, empresarial, investigadora, científica». Nunca he creído que la cultura debiera someterse sólo a la lógica de la economía, sino también a la creatividad; de la misma manera, la investigación está condicionada por la economía, pero no apalancada en ella, sino en la búsqueda del conocimiento. No veo otra manera de incorporarla a la política exterior más que si somos capaces de cooperar en los grandes equipos, agendas e instalaciones de nuestros socios. No alcanzo a ver cómo podría permear la diplomacia sin tomar decisiones políticas sobre los fines de nuestro sistema de investigación y seleccionar nuestros socios desde valores y objetivos comunes. No creo que la mera rentabilidad económica sea la clave aquí. De la misma manera, un sistema de ciencia está siempre determinado por la idea política que se tiene del propio pueblo. De ahí se derivará qué ciencia se quiere, si una diseñada para las minorías, las elites y los meros avances técnicos, o una ciencia propia de pueblos capaces de conocerse, observarse, transformarse y hacerse maduros en todos los sentidos de la existencia común, y no solo en la economía.

Es fácil prever que la señora ministra será una negociadora dura en el terreno económico. Pero sin principios políticos no estará en condiciones de tomar las mejores decisiones. En todo caso, muchos ciudadanos no querríamos que el único criterio de decisión fuera la obtención de beneficios económicos. Si Arabia, Rusia o cualquier otro productor de petróleo nos vendiera su crudo a mitad de precio, a cambio de entonar apologías de la tradición abasí, la autocracia rusa, o cualquier otra tiranía, seríamos muchos los que consideraríamos que esa sería una política indigna de un pueblo libre. En este sentido, me gustaría equivocarme al leer el pasaje de su conversación con Pompeo como la posibilidad de aumentar la flota militar en las dos bases norteamericanas en España a cambio de rebajar aranceles al aceite, al vino y al queso. Sugerir a los hombres del campo que eso solucionaría sus problemas no me parece razonable.

Por supuesto que estamos de acuerdo con la ministra en que «la red de casas, fundaciones y patronatos» del Ministerio es increíble. Pero esa red no necesita combatirse con el eufemismo de poner en marcha una «manera más moderna de interpretar el rol de la diplomacia». Necesita sencillamente limpiarse y reducirse, como tantas otras dependencias de un Estado que está engordado (aquí la metáfora del peso es adecuada) mientras las políticas sociales se hunden en un descuido insostenible, como ha tenido que decirnos el embajador de la ONU Philip Alston. Por supuesto, la cuestión de Gibraltar, Marruecos y la marca España Global las veo bien orientadas, porque dependen de decisiones políticas, y no económicas.

Sin embargo, las explicaciones que ha dado la ministra sobre Iberoamérica quizá puedan convencer a los distraídos, pero no al público atento. Se podía haber separado la Secretaría de Estado de Iberoamérica respecto de la temática de Cooperación, pero no hacer desaparecer aquella. Por lo demás, el sentido de esa Secretaría fue siempre que el mayor peso de cooperación se canalizara hacia Iberoamérica. En todo caso, la explicación que nos ofrece es que «quise reposicionar Iberoamérica donde tiene que estar: con las relaciones exteriores de España». Esto es algo más que una tautología. Lo que nos preguntamos es si Iberoamérica debe tener una Secretaría de Estado, o no. Desde luego no cuestionamos que esté «con las relaciones exteriores de España». ¿Cuál sería la alternativa a esto? La misma falta de evidencias tiene su respuesta sobre Guaidó. Lo más sensato en este asunto sería decir con claridad que Guaidó, como sabían muchos desde el primer día, es una equivocación. El crédito que recibió por quien quiso dárselo no estaba fundado. Su tarea como Presidente encargado ha fracaso de forma rotunda, y ocultarlo es un engaño a los venezolanos del mundo, una diáspora que es más grande que la de Siria y casi igual de trágica. Desde luego que la situación de Venezuela se ha enquistado, pero Guaidó no la va a desatascar. Me pregunto si lograr una regeneración de la democracia en Venezuela se alcanzará con la diplomacia económica, o si no será preferible aquí, como en todo lo demás, una política de principios y valores claros. Las apariencias indican que este negociado lo lleva Zapatero, y la ciudadanía estaría encantada de saber el motivo de esta extraña actuación, dado que el expresidente no ostenta cargo oficial alguno. Por todo ello, y como conclusión, considero que necesitamos explicaciones más claras sobre la política exterior de España.