No aprendemos la lección. El mundo se va al garete y se multiplican bulos, chascarrillos, fake news, así como un variopinto repertorio de indigencia mental. El planeta contaminado, la Sanidad se colapsa, los supermercados devastados por la histeria colectiva, la economía hundida y las peluqueras molestas con el Real Decreto de Pedro Sánchez. Se acrecienta exponencialmente la crispación y las balconadas. Unos aplauden, otras, votantes de la derecha, sacan tajada al lío y arremeten contra todas las instrucciones gubernamentales. No sé yo si esta pandemia -viral, intelectual, moral, psicológica y económica- iría mejor con Rajoy, pero ya saben que la derecha es fidedigna en espíritu y fe a sus cofradías. Uno se distrae como puede. Entras en las redes sociales temeroso a las noticias locales o de tu barrio, pero ya no sabes si asusta más el aumento de contagiados, o el evidente contagio de estulticia. ¿Hay tutoriales contra el virus de la estupidez? Esa también se propaga a galope. Mira si la cosa es grave que ya echo de menos a mi alumnado y eso que inicio las vacaciones hace escasas horas.

Alguna gente, como Marzà, insiste en el derecho a la educación. Muy loable en abstracto, sí señor. El mismo empeño reclamo por un mundo más justo, igualitario, sin opresión a la clase trabajadora, libre de terrorismo machista y en el que ese alumnado aprenda a construir un orden político humano, tierno y saludable. Si yo hubiera sido el responsable de Educación, sueño improbable, diría aquella célebre frase de «todo el mundo al suelo». Al suelo, al sofá, a la cama o donde se tercie, pero dentro de casa. Prohibiría a mis colegas trabajar. Esta es una oportunidad espléndida para que chicas y chicos valoren estudiar en el instituto. Ya está bien de soportar malas caras a las ocho de la mañana, como si en vez de en un centro educativo los hubieran matriculado en la perrera. Modestia aparte, creo que es un lujo que sea su profesor. Tienen educación pública y se presentan en clase con cara de perro pulgoso. Que cumplan por una vez una cuarentena en toda regla. A sus familias les recomendaría quitarles el móvil y el wifi. Nada de videoconsola. Por supuesto, ni Netflix ni leches. Se volverían majaras, lo sé. Pero, ¿y lo que valorarán pisar cada día el instituto? Disfrutarán de los patios, de madrugones e incluso de los exámenes sorpresa.

La crisis deviene oportunidad. El colapso es evidente. Hay que aprender la lección y transformar la realidad, la conciencia de clase y el orden planetario. Sabíamos del estado putrefacto de nuestras vidas, de nuestros trabajos, de nuestros salarios, de nuestra cotidianidad. Ahí sigue erre que erre la gente testaruda e ignorante. Nada volverá a ser como antes. O nada debiera volver a ser como antes. Con todo, ahí sigue el conseller dale que dale: ¿Abrimos los institutos? ¿O nos quedamos en casa? ¿Seguimos online? La peluquera sigue enfadada con ese Real Decreto: le permitía abrir (o no) libremente su negocio, ¡hay que ver! El chismoso sigue con los chismes. El cenutrio expande desinformación. Una amiga, reclutada en casa, habla con su marido y dice que lo encuentra simpático, agradable. Se colapsa la Sanidad, la Educación, la Economía y el Planeta. Pero hacemos como si nada: ¿la vida sigue igual?