Salvo que uno viva en Marte, estará al cabo de la calle de las repercusiones económicas provocadas por el parón de actividad vinculado a la epidemia del coronavirus Covid-19. Aunque la salud es lo primero y principal, nadie puede ser indiferente al cierre masivo por más que temporal de industrias y comercios, de la totalidad del sector hostelero, de las profundas mermas en el negocio de los transportes, los viajes y hasta de las celebraciones sociales, incluyendo las ocupaciones culturales y de ocio al completo. Un colapso de gigantescas repercusiones para la producción y los servicios, y por ende, para el empleo.

Conscientes de este golpe económico, los gobiernos han empezado a actuar secundados por organismos internacionales y bancos centrales. La fórmula que se anuncia consistiría en regar los mercados con todo el dinero que haga falta. La FED parece dispuesta a imprimir hasta tres «trillones» de dólares y el Banco Central Europeo de mi «prima» Christine Lagarde promete euros a interés cero para dar y tomar. Todo ello en medio de una confusión generalizada sobre las medidas concretas y las fórmulas prácticas de acceso al nuevo maná que se asegura.

En nuestro país la situación es doblemente grave. En primer lugar porque somos ahora mismo epicentro de la pandemia vírica, y en segunda instancia porque uno de los sectores económicos más afectados es el turístico. No descubrimos nada nuevo al constatar que España es una potencia turística mundial y que, probablemente, la contribución de la industria del turismo a la riqueza nacional sea la mayor en términos porcentuales de entre todos los grandes países. El turismo supera el 14 % del PIB español y ocupa al 13 % del empleo, cerca de tres millones de trabajadores.

El caso valenciano todavía es más «turísticodependiente»: superamos en más de un punto la media nacional en relación al PIB, y en más de dos el porcentaje de empleos en el sector. Son más de 16.000 millones de euros lo que genera el turismo en la Comunidad, con grandes urbes dedicadas de modo intensivo a esta actividad. Las enumero de carrerilla, de norte a sur: Peñíscola, Alcocebre, Oropesa, Benicàssim, Cullera, Gandía, Dénia, Xàbia, la Vila y, sobre todo, Benidorm, la tercera ciudad europea en número de camas hoteleras solo por detrás de París y Londres.

Según anuncian las propias patronales se da por perdida la campaña de Pascua, por postergadas las bodas y otras celebraciones a lo largo de la primavera, por cancelados congresos y festivales€ Y todo el mundo mira con recelo hacia el verano, porque nadie las tiene consigo de que con la llegada del estío las cosas vuelvan a una normalidad rampante. Entre otras razones porque la buena imagen de un destino turístico cuesta tiempo de recuperar. Así que nos hacemos a la idea: de los 9 millones de turistas extranjeros que se esperaban en la Comunidad van a venir muchísimos menos.

Ese es el panorama -y solo hablamos de un sector-, para enfrentarse al cual el Gobierno español también ha anunciado muchas medidas y millones. Desde que así se anunciara y publicara, tanto bufetes como gestorías no dan abasto analizando la letra pequeña de los diversos decretos. La conclusión es decepcionante. La batería de promesas está llena de tanta casuística y limitaciones como carente de agilidad y premura. El resultado a la vista está en la volatilidad de la bolsa.

Para hacer frente a este maremoto empresarial, colapsados los servicios de Trabajo ante el aluvión de ERTEs -hasta los clubs de fútbol millonarios están en ello-, así como las mutuas ante las demandas de los autónomos, ya no es posible seguir con el paño caliente de las medidas sociales tan del gusto del discurso de la izquierda convencional. Aquí de lo que se trata es de hacerse cargo de la economía de la práctica totalidad del país, de darle respiración asistida al menos durante todo un trimestre -que no sea más- , y que para el relanzamiento posterior se arbitren programas de corte keynesiano convirtiendo a la administración en la locomotora inversora para el impulso venidero.

En Dinamarca, por ejemplo, han llegado a un gran acuerdo sindicatos y empresarios con la mediación del ejecutivo socialdemócrata por el cual los trabajadores (todos) renuncian a cinco días de trabajo que se toman como vacaciones sin remunerar, mientras el Estado se hace cargo del 75 % del sueldo restante y las empresas del 25 %, renunciando a cualquier tipo de despido por más que cese la actividad.

Pero nuestro país no tiene dinero para ello ni mucha más capacidad de endeudamiento. De ahí que Pedro Sánchez reclame un «plan Marshall» para combatir los estragos económicos del Covid-19, por eso la exigencia italiana para poner en marcha una deuda paneuropea, los coronabonos, que financien el mastodóntico sostén para el tejido empresarial del viejo continente. Y en ese punto, la gran batalla. Los países del norte, más ricos, más industriosos, disciplinados en sus presupuestos, con menos deuda pública y una baja prima de riesgo para sus bonos soberanos, se niegan a compartir la exposición al peligro de tales obligaciones.

Alemania y Holanda se han negado en redondo. España, Italia y Francia han construido un bloque mediterráneo apoyados por Portugal. La Unión Europea se tambalea, esta vez de verdad. Pero quizás tengan algo de razón los países de raigambre luterana porque lo que proponen es un ejercicio de responsabilidad: de hecho permiten que el BCE compre toda la deuda que sea necesaria, pero que cada país emita la que considere, adaptando los programas de estabilidad presupuestaria a unos plazos más amplios. Quieren evitar, en cualquier caso, que un comprador exterior -miran de reojo al estado chino- acapare los eurobonos.

Sin embargo, Europa, más que nunca, necesita gestos de solidaridad, siquiera más románticos y literarios que económicos. La UE funcionó en su origen porque resultaba ser un subterfugio por el cual la potente industria alemana sostenía de facto al ruinoso paisaje agrario francés. Ahora es lo que la Unión necesita para volver a hacerse creíble, que los gigantes teutones acudan en socorro de sus empobrecidos vecinos latinos. Como cuando los bárbaros se convirtieron a la cultura clásica, absortos por la estética vital de la antigua Roma. Así lo habría convenido Luis Racionero, que en paz descanse después de tanto ocio re-creativo.