S i retrocedemos casi cuatro meses en el tiempo y nos recordamos felicitándonos el nuevo año y deseándonos lo mejor, nos parece estar viviendo una distopía digna de varias temporadas y muchos seguidores. De repente, así, sin casi verlo venir, nuestra realidad ha cambiado por completo, nuestra rutina, nuestro estrés, nuestro ocio, nuestra manera de relacionarnos, nuestros planes de futuro€ todo, absolutamente todo, ha quedado en suspenso. La esperanza, el deseo, el optimismo quizás, nos hace pensar que en breve se alzará la suspensión, que todo volverá a la normalidad, que en verano esto se verá como un mal sueño y quedará en el recuerdo para que las experiencias del confinamiento sean tema de conversación en comidas y cenas con amigos y familiares.

Pero volver a una realidad idéntica a la que teníamos va a ser difícil. De entrada será imposible para aquellos que hayan sufrido la peor pérdida que se puede sufrir, la de sus seres más queridos. Aún mayor es la tragedia en un momento donde ni siquiera algo tan básico como despedirse es posible, agravando aún más la dolorosa situación. Y es que decir adiós forma parte del proceso del duelo que todos sufrimos cuando perdemos a alguien querido, así ha sido en todas las culturas y épocas de la Humanidad.

Las pérdidas humanas son, evidentemente, el daño irreparable de esta crisis sanitaria, pero las consecuencias económicas están siendo ya palpables cuando todavía no hemos salido del confinamiento. Cada día leemos las cifras del posible coste, la cantidad de ERTEs solicitados, que aumenta cada día, estimaciones sobre las pérdidas en la cultura, en la industria, en el turismo€ y planea sobre todos y todas el recuerdo de la gestión de la crisis económica de 2008, cuyas consecuencias todas recordamos y -sobre todo- quienes las pagaron. La crisis del 2008 aumentó la brecha social, la desigualdad de la riqueza creció sustancialmente, empezó a concentrarse en menos bolsillos pero en mayores cantidades, supuso una acentuación del orden social, los ricos se hicieron aún más ricos y los pobres, más pobres. En 2015 el aumento de las grandes fortunas en España era de un 40% desde el comienzo de la crisis.

Es evidente que la crisis no tuvo las mismas consecuencias para todos, ni se pagó colectivamente. Por eso, cada vez que alguien plantea la crisis económica que generará la pandemia conectándola con la que sufrimos en el 2008 se me saltan todas las alarmas. Y desde los gobiernos estamos poniendo todo nuestro empeño para que no sean los mismos los que sufran las consecuencias.

Si algo ha puesto de manifiesto la situación que vivimos es nuestra propia vulnerabilidad como seres humanos y la necesidad de priorizar lo que es importante, lo colectivo por encima de lo individual, sabiendo que de ninguna de las maneras se podrá contar con la complicidad de todos los estratos sociales. La realidad que el COVID-19 nos ha puesto delante, demostrándonos que nuestros pies son de barro, implica que como sociedad debemos apostar claramente por reforzar lo público y dar una salida social a la situación económica. Que es imprescindible revertir el orden social existente.

En estos momentos no debe existir duda alguna de que una sociedad avanzada se caracteriza por su cobertura social y la calidad de la sanidad y educación públicas. Ya no caben las políticas de ciertos territorios que han convertido la sanidad en mercancía de las grandes empresas. Habrá que tener clara, también, la importancia de la investigación y no permitir que nuestros investigadores deban salir del país para encontrar un futuro, como ha pasado en gran medida hasta ahora.

Habrá que tomar decisiones pensando en el interés general, tomar decisiones políticas en cada una de nuestras administraciones públicas que pongan en el centro a la ciudadanía, que los recursos económicos estén al servicio de procurar una vida digna. Los ayuntamientos españoles acumulan 28.300 millones en superávit que no se le permite gastar, un dinero por el que los bancos, que lo guardan, quieren cobrar.

Necesitamos decisiones tan lógicas como que los ayuntamientos puedan gastar su dinero para destinarlo a mejorar las condiciones de vida de su municipio; que el presupuesto que dedicamos a defensa sirva realmente para defender la vida humana; que se acabe con el fraude fiscal cifrado en 59.000 millones que en casi un 72% corresponde a las grandes empresas y grandes fortunas; que se recuperen los 65.000 millones del rescate de la banca; que apostemos por una Europa de los pueblos y no una Europa del capital; que seamos solidarios con los países que lo tienen más difícil; que regulemos las condiciones de nuestra agricultura; que limitemos la deslocalización€ Que, por favor, apostemos por la justicia social, que esta situación no la vuelvan a pagar los mismos mientras vemos cómo los que no querían, desde sus palacios, parar la industria no esencial multiplican sus fortunas de nuevo. Tomemos esto, también, como una oportunidad para romper con las inercias del crecimiento económico a base de un consumismo depredador que devasta nuestro planeta.

Y no me quiero olvidar de un sector fuertemente golpeado en un momento el que precisamente se revela imprescindible, la Cultura. Imagínense este confinamiento sin ella. Apostemos siempre por lo que nos enriquece colectivamente.