Miro a través de la ventana, veo una portería solitaria, nadie marca goles, ningún niño corre por el patio, no hay algarabía de pequeños, nadie ríe, nadie llora. Da igual que sean las diez de la mañana, la una del mediodía o las cinco de la tarde. Un gato pasea tranquilo por el patio desértico a la vez que un gorrión aletea entre las rejas de la valla. Silencio natural. El colegio está vacío, sin alegría. A través de la ventana veo los brotes tiernos de las ramas, ya lo dijo Neruda: podrán cortar las flores pero no podrán detener la primavera. Mientras escribo este artículo, por unas calles vacías de un pueblo pasean unos corzos y en un puerto solitario asoman unos delfines. Desde Nueva York hasta Valencia reina un silencio solamente interrumpido por aplausos puntuales.

Estos días de confinamiento o de reclusión forzada nos acercan a personajes históricos que posiblemente ahora comprendamos mejor; es el caso de Ana Frank o de Nelson Mandela. La adolescente judía estuvo encerrada en la habitación de arriba durante dos años, junto a sus padres, su hermana y cuatro personas más. El dirigente sudafricano permaneció recluido 27 años en una celda; este tiempo, según contaba él mismo, le dio la oportunidad de meditar, evolucionar espiritualmente, así como hacerse más tolerante. Gustavo Adolfo Bécquer se aisló en la sierra del Moncayo para fortalecer su salud. Carlos IV confinó en el castillo de Bellver a Gaspar Melchor de Jovellanos debido a su talante liberal. A Miguel de Unamuno se le envió a Fuerteventura por ser un alma libre. La defensa de la libertad hizo que muchos españoles estuvieran confinados durante años mientras que nosotros estamos recluidos en nuestros hogares para vencer la pandemia.

El confinamiento que soportamos estoicamente nos debería hacer que repensáramos las cosas fundamentales de la vida. Sin darnos cuenta o sin querer reconocerlo, nuestra sociedad se había ido deshumanizando dejándose llevar por un barullo cotidiano, por un estrés permanente donde lo superfluo se convertía en urgente y lo importante en insignificante. Repentinamente nos hemos visto sumidos en un marasmo, en una parálisis total de colegios, calles, cines, teatros, bares, iglesias€ Lamentablemente las plazas de nuestros pueblos ya hace tiempo que las abandonamos.

Es posible que la conversación, la lectura y la reflexión ocupen ahora el lugar que nunca debieron perder. La esperanza actual es el ventanal abierto de Villa Amparo a través del cual Antonio Machado veía amanecer en Valencia, la ventana por la que se asomaba Emília Pardo Bazán en la calle Tabernas de Coruña o el ventanuco que servía a Miguel de Unamuno para escuchar en Salamanca los tiros del odio, esos disparos que parece que no terminan nunca. Volverán, con toda seguridad, las oscuras golondrinas a posarse en tu balcón o en mi ventana; pasará la borrasca, dejará de llover, se disiparán los nubarrones, llegarán los primeros rayos del sol y volverá a cabalgar el Quijote. Muchos auguran que, cuando venzamos la enfermedad epidémica, el mundo cambiará; esperemos que esos cambios, si se producen, no nos hagan globales a todos y podamos mantener nuestra idiosincrasia. Ojalá que los aplausos diarios de las ocho de la tarde nos lleven en volandas hacia un planeta más habitable, con menos desigualdades, más humano y menos crispado. Parafraseando a Mario Benedetti: no hay heridas que no cure el tiempo, abramos las puertas, quitemos los cerrojos, abandonemos las murallas, vivamos la vida y aceptemos el reto para recuperar la risa y celebrar la vida.