Quizás nunca se debatió y opinó tanto, por tantos, sobre un mismo asunto y es que el Covid-19 vino para marcar un antes y un después. Un después, quizás no siempre en nuestras vidas a nivel personal, pero sí en nuestra forma de convivencia social. Leía hace unos días que no estamos todos en el mismo barco€, pero sí en la misma tempestad. Algunos barcos pueden naufragar; lo hemos visto a nuestro alrededor,-los que hemos perdido en estos días-, seres muy queridos, también en el desasosiego de tantos, la de los más de 364.000 trabajadores inmersos en ERTE sólo en nuestra Comunitat, la de la sanitaria agotada tras sus duras jornadas en una sanidad pública, permanentemente tratada por algunos de desmontar y a la que los ciudadanos en su conjunto no hemos sabido defender lo suficiente, en el hilo de esperanza de Paco y Mari Carmen que esperan para poder abrir de nuevo su cafetería en El Carmen.

No podemos negarnos el dolor del sufrimiento y de la muerte sin llanto compartido. No nos vamos a negar tampoco el reconocimiento hacia aquellos que han podido mostrar su generosidad, su profesionalidad, su entrega, incluso su sacrificio. Sanitarias y sanitarios sorprendidos, convertidos de pronto en el epicentro del universo social, mayores más aislados, padres a tiempo completo, niños sorprendidos a los que hay mucho que explicar y enseñar, personas que ya no pueden pagar su habitación compartida y engrosan el número de los «sin techo»...

Mientras hemos vuelto a comprender que la vida es frágil, pero sobre todo dinámica, tratamos de situarnos entre el miedo, ese gran mecanismo de defensa y la incertidumbre. Hoy todavía tenemos miedo al contagio y sus peores consecuencias, entre ellas no poder sostener la mano de la persona querida que sufre y mientras tanto, por nuestras cabezas pasan multitud de incertidumbres de un futuro inmediato que ya no somos capaces de vislumbrar con la misma nitidez.

La reacción al miedo es política, es hacer, es resolver, es€, nuevamente, gestionar. Gestionar lo inmediato y prepararse para resolver las incertidumbres. Así lo ha hecho el Gobierno de España, definiendo dos grandes frentes: el inmediato y sus consecuencias socio-económicas; esto es, la pandemia y sus consecuencias tanto personales como globales. De igual manera, la gestión sanitaria de la crisis ha puesto a prueba las capacidades autonómicas de una competencia transferida y sometida a un estrés de dimensiones hasta ahora desconocidas.

Incluso con mayor dificultad lo afrontan nuestros alcaldes, alcaldesas, concejales y concejalas, que hacen frente a las consecuencias más inmediatas en sus municipios, en estos días tan diferentes, tan desconocidos. Administrar muy de cerca las nuevas necesidades, complementadas frecuentemente con la suma de angustias vecinales, no es fácil. Pero ahí han estado todos/as ellos/as, viendo «qué más podían hacer» y al necesario cierre de infraestructuras y servicios municipales por un lado y el incremento de otros, como la limpieza o la seguridad pública, han sumado el incremento de ayudas sociales, funciones de asesoramiento ante las nuevas situaciones económico-personales o tareas de armonización de la solidaridad, organizando talleres de confección de equipos de protección individual para sus vecinos, reinventando la administración municipal y abriendo, -ahora para siempre-, la gestión al mundo digital.

Pero mientras la fatídica y necesariamente impersonalizada lista de fallecidos e ingresados por contagio disminuye y se aventura esa nueva fase, de vocablo antes poco conocido, «desescalada», lo urgente e inmediato empieza a dar paso a los escenarios que habrá que administrar, más allá del número de niños en un parque o las nuevas dimensiones y distancias de las terrazas de nuestros bares.

Finalizó abril y hay que determinar en cada ayuntamiento, si se abrirán, cuestión improbable, las piscinas municipales al aire libre, si se realizarán las fiestas de los municipios, que en cualquier caso no serán igual, y así un largo etcétera. Y todos ellos no son temas baladíes, porque hay que ajustarse a procedimientos de organización y sobre todo de contratación, muy tasados, en un horizonte donde los presupuestos municipales aprobados o prorrogados simplemente ya no sirven. El Impuesto por Actividades Económicas, bien no se cobrará en algunos casos, bien habrá que exencionarlo, mientras que el Impuesto de Bienes Inmuebles sufrirá aplazamientos y demoras; las tasas por servicios en vía pública como las zonas azules en el litoral costero o muchas otras son dudosas en cuanto a su total ingreso previsto y un largo etcétera. Y mientras tanto los gastos sociales se encuentran fuertemente incrementados a un ritmo que no parece vaya a tener tendencia a la baja en los meses inmediatos. Desajuste en Ingresos y Gastos (y nuevos gastos), que habrá que armonizar, introduciendo en ocasiones instrumentos mixtos de gestión que precisan del mayor de los consensos posibles.

Nuestros más de 8.000 Ayuntamientos en España se esfuerzan día a día para no dejar a nadie atrás en esta crisis sanitaria, y todos los grupos políticos que los conforman deben estar a la altura de las circunstancias, siendo claves para la reconstrucción social, una reconstrucción social donde la Renta Mínima Ciudadana se presenta como un escudo social frente a la falta de ingresos que permita proteger a los más afectados por la crisis. En este excepcional contexto, ya de una vez por todas, el diálogo y el consenso ya no son una opción, son una exigencia de la ciudadanía.

Decía el ministro José Luis Ábalos hace muy pocos días, que «todos los políticos, todos los partidos y todas las administraciones tenemos responsabilidad en esta crisis» e insistía en que «necesitamos una nueva cultura política marcada por la responsabilidad, la superación de viejos esquemas frentistas, y por la puesta en común de propuestas esperanzadoras.»

Y lo dice por necesidad, porque no siempre es así. El Papa Francisco decía poco después, desconozco si fue tras leer o escuchar al ministro: «Oremos por los hombres y mujeres con vocación política, que es una forma alta de caridad. Oremos por los partidos políticos de los distintos países, para que en este momento de pandemia busquen juntos el bien del país, y no el bien del propio partido.»

Al lenguaje radical le toca ahora parar, ojalá que para siempre, pero al menos ahora sí. Sigamos luchando juntos contra la pandemia, seamos constructivos y no alimentemos ni los bulos, ni la angustia. Hemos aprendido y tenemos un generalizado acuerdo social, de cuanto necesario es el Estado de Bienestar que nos garantice una sanidad pública robusta, unos servicios públicos como la educación, la seguridad pública... que respondan con plenitud en los momentos difíciles que podamos afrontar en un futuro, pero también en nuestro día a día de la nueva normalidad, esa expresión que unos pocos critican y casi todos sabemos bien cierta.

Los ciudadanos reclaman acuerdos, también en nuestros centros de decisión más próximos, los ayuntamientos, buscando soluciones y apartando estériles debates que poco o nada tienen que ver con las necesidades más próximas de las vecinas y los vecinos.

Algo quizás hemos debido de aprender, cada cual en su barco, pero siempre bajo la misma tormenta, y deberíamos mientras vamos dejando atrás el confinamiento y el miedo, colaborar juntos en administrar las incertidumbres de la forma más sensata.