Hacía años que no sentía tanta inquietud como la que he sentido estos últimos días al escuchar los gritos en las calles de algunas de nuestras ciudades y al leer palabras tan cargadas de odio en las redes sociales. Coinciden estos lamentables sucesos con mi lectura de «La estirpe del Camaleón», que relata la evolución de la derecha franquista hacia postulados democráticos y el camino emprendido en vísperas del fallecimiento del dictador.

El relato es más que oportuno para ver cómo nos hemos desarrollado, el trayecto que hemos seguido para normalizar una situación anómala, como es la de que un dictador muera tranquilamente en la cama de un hospital. A diferencia de otros regímenes dictatoriales, la Transición Española tiene un componente de abrazo colectivo, de borrar de la memoria los luctuosos sucesos que desembocaron en la guerra civil y la consiguiente represión por parte de los vencedores. Unos necesitaban transitar hacia la democracia evitando deseos de venganza porque era la única manera de poder cerrar heridas y avanzar hacia el progreso y la modernidad que en general transmitía Europa. Otros no tenían más remedio que concitar el abrazo y buscarlo como manera de superar, eso sí, su mala conciencia. Por eso los protagonistas de la transición democrática desde la derecha, la mayor parte de ellos hijos de los que habían hecho la guerra, siempre buscaban avanzar cerrando heridas, en una suerte de reconciliación que borrase sus antecedentes y sus orígenes. La permanente alusión a no reabrir heridas del pasado, a borrar los horrores de la guerra con la referencia incesante a la excusa de «¡Qué malos que son los extremos!» o a «las barbaridades que hicieron todos», son una constante a lo largo de los años. Y se acrecientan en los momentos en que, ya madura nuestra democracia, muchos reivindican con razón la memoria de los que no existen, los represaliados y fusilados por el franquismo. La mera alusión a la memoria histórica provoca sarpullidos en los herederos de la transición, la siguiente generación, la que en definitiva culminó la mayoría natural auspiciada por Fraga y concretada por Aznar. Y no sé bien porqué. Por cuanto esa mayoría natural consiguió durante años aletargar, adormecer las ideas a veces horrorosas que subyacen todavía entre aquellos que se consideran vencedores. Tanto que durante muchos años, mientras en otras partes de Europa afloraban formaciones de extrema derecha, en España gozábamos de una cierta tranquilidad propiciada porque esos ideales, supremacistas, habían encontrado acomodo en esa mayoría natural. Y eran minoría dentro de la misma. Pero eso no significaba que hubiesen desparecido. Lo cierto que en ese espacio se encontraban cómodos, los tenían acogidos y solo reaparecían con alguna virulencia cuando perdían el poder. La movilizaciones frente al gobierno de Zapatero, con el «España se rompe», contra el matrimonio de las personas del mismo sexo, y demás decisiones legítimas, fueron la punta del iceberg que hizo comenzar a aflorar con mayor intensidad esas actitudes intolerantes, de odio que la derecha española había cobijado y manejado con cierta facilidad en otros momentos. Ahora escindidos, han perdido los complejos. Y siembran el odio apoyados en las redes sociales. Por eso es tan necesario que aquellos que forman parte de esa mayoría natural, que ha tenido responsabilidades de gobierno, vuelvan a recuperar el espacio de centralidad y de sentido común. Lideren la búsqueda de acuerdos, sin tentaciones de suplantar o asemejarse a los radicales. España lo necesita. Un acuerdo frente a la intolerancia y el odio. A favor de los españoles. Es ahí donde debe estar la buena política para evitar la confrontación y permitir avanzar. Y otros, desde el gobierno, deben ayudar y favorecer el pacto y no entorpecerlo con acciones y actitudes que denotan excesiva soberbia. Humildad y sentido común, por favor.