En tiempo de desolación nunca hacer mudanza». Aunque la exhortación de san Ignacio esté referida a situaciones de oscuridad y turbación del alma, sin esperanza ni amor, es igualmente oportuna ante esta peste que envenena nuestros cuerpos, hiere nuestros espíritus, nos encierra en una muralla interior y nos roba los abrazos. La individual humanidad que se asoma a esta nueva realidad lo hace con sus cimientos quebrantados. Al quedar reducidos a seres socialmente escondidos, inaferrables e intangibles, la pandemia cercena una parte de nosotros mismos, pues aprendimos con Kant que el hombre es una insociable sociabilidad que bascula entre la misantropía y la efusividad. Es insociable porque nuestra primera obligación es permanecer en el ser; y, busca la sociabilidad porque, como nos enseñó Aristóteles, somos animales con razón verbalizada y, por eso mismo, queremos vivir en sociedad.

Cierto es que mediante la tecnología nos podemos comunicar a distancia. A través de la pantalla del ordenador oteamos la estancia de nuestro interlocutor, su espacio privado, el orden de su mesa de trabajo. Intuimos, así, algunos de sus perfumes más personales. A pesar de ello, la distancia banaliza el peso moral del cualquier acto, pues, como subrayara Diderot en su Carta sobre los ciegos, el grado de inhibición moral que sufre el hombre para matar aumenta con la distancia. Así ocurrió en la Gran Guerra, cuando dejó de ser un arte entre guerreros que se reconocen como rivales, para convertirse en una técnica industrial cerebral y distante.

¿Cómo celebrar entonces la amistad sin abrazos? ¿Cómo regalar a la amiga o al amigo esa afección del alma que alimentamos con el reconocimiento, la admiración y el afecto hacia el otro, y que los griegos llamaban philía? Antes, la habríamos festejado a la fresca de una noche de primavera, y al abrigo de una terraza perfumada de suave jazmín. En tiempos de la deshumanización sobrevenida por la pandemia, podríamos hacerlo, creo, traduciendo al papel los abrazos fallidos.

Y, sin embargo, no siempre permanece la inclinación por la amistad. La distancia física o afectiva puede paralizar esos lazos, y cuando la voluntad de mirarse a los ojos enflaquece la amistad queda depauperada. Durante esos periodos de separación oceánica, las ráfagas de viento y furia embisten el mar embravecido de la amistad y lo vacían hasta dejarlo desnudo. Ese tiempo de pánico oscuro lo solemos alimentar de sentimientos saturados. El primero es la melancolía, esa renuncia mental que produce el leve, dulce e inconfundible sabor de negarse a pactar con la realidad. Le sigue la nostalgia, la añoranza, esa sensación de abandono, de echarnos de menos. Lo cierra la traición, el reproche del que se queda, pues, en las ausencias, siempre se recrimina al felón transterrado: «¿Dónde estabas tú cuando€?»

El velo espeso que tejemos con la melancolía, la nostalgia y la traición nos aleja de los amigos. Esta trilogía desequilibrante asfixia la amistad, nos impide vivirla en plenitud, y la deja reducida a un tonel agujereado imposible de llenar por mucha agua que vertamos. Sin esa tendencia hacia el otro somos seres inacabados, incapaces de encontrar en el amigo aquello que nos falta. Necesitamos, pues, vernos reflejados en el rostro del amigo y de la amiga justamente porque no podemos contemplarnos a nosotros mismos, porque es el otro quien me habla de quién soy yo. Por eso, nos reconocemos en la modulación de las inflexiones de su voz, en su sonrisa tenue, en su mirada clara, en sus insinuaciones, en sus silencios. La amistad es esclava de esa identificación. Aristóteles nos recuerda que, como el amigo o la amiga es otro yo, queremos para él o para ella su propio bien (Ética a Nicómaco), por eso somos benevolentes y nos gusta de ellos hasta el mayor de sus defectos.

No me puedo quejar, tengo la fortuna de contar con una amiga que celebra años en pocos días. Se llama Inma, y siempre me ha ofrecido el río de su amistad para poder mirarme en su corriente, acercar mis labios a la lívida agua, y beber mi rostro confundido con el suyo. La pasión por los amigos nos aboca a bebernos a nosotros mismos en el otro, a embebernos y ensimismarnos en el tú. En nuestro caminar, mi amiga Inma me ha procurado instantes deliciosos, y quizás irrepetibles, de plenitud genuina. Hoy, huérfanos como estamos de miradas y abrazos, sigue intacta la dicha que siento de poder celebrar sus años, aunque para expresarla tenga que dejarla traducida al papel.