Una de las principales consecuencias del tiempo que estamos viviendo es el cúmulo de aprendizajes nuevos que hemos sido capaces de asimilar. Me gustaría comenzar por uno de los que me ha resultado más curiosos. En uno de esos programas ómnibus que en realidad despiezan milimétricamente la vida privada de las personas, alguno de esos ilustres tertulianos han pasado, en estos dos meses, de hablar con detalle de la vida de Belén Esteban a opinar con rotundidad acerca de la capacidad de protección de la mascarilla FPP2. Uno de estos nuevos sabios de salón televisivo afirmó que había aprendido a lavarse las manos. Sorprendente que una medida tan necesaria pero tan obvia requiera de análisis sesudos, descripciones detalladas y de ejercicios prácticos, sobre todo si proceden de personajes que nada tienen que ver con aquello de lo que están sentando cátedra.

También hemos descubierto que la condición humana es plural y que no deja de asombrarnos con los giros y caminos de ida y vuelta que es capaz de llevar a cabo. En estas semanas hemos contemplado imágenes que parecían más propias de mediados del siglo pasado que del actual. Entre las más destacables, nos hemos alertado con una figura que ha resurgido directamente de las cloacas, el policía del visillo. Sublime la capacidad de conversión del ser humano de alcanzar las mayores cotas de solidaridad y hundirse en las simas más profundas y ridículas.

Nos hemos percatado en estas semanas que la palabra imposible solamente tiene un carácter orientativo. Cuántas veces habíamos escuchado en el parque a unos padres atribulados mientras observaban a sus hijos de reojo deslizarse por el tobogán, y le aseguraban a su vecina que «habían tenido que salir a la calle porque su hijo mayor se había puesto imposible». En fin, ya hemos visto que no se enfrentaban a algo tan irreversible.

Si subimos algo el nivel de aprendizaje también tendremos que reconocer que hemos sido conscientes de la importancia de disponer de un Estado potente, organizado y con capacidad de respuesta ante la adversidad, sobre todo si ésta es de tamaña magnitud como la que acabamos de vivir. Nadie duda acerca de lo que podía haber supuesto la terrible pandemia sin una organización colectiva que le pusiera diques de contención a la expansión del virus.

En este orden de cosas hemos aprendido que tenemos un sistema sanitario potente que ha sido capaz de plantar cara a la enfermedad. Eso sí, ha pagado un peaje muy elevado. Todos sus actores han demostrado una gran profesionalidad, han asumido decisiones difíciles y con el trabajo de todos ellos se han salvado muchas vidas. Pero también nos hemos percatado que nuestro sistema sanitario necesita de un impulso permanente para adecuarlo a las necesidades reales de los ciudadanos, en cuanto a personal, medios y también en un determinante crecimiento tecnológico que le permita asumir retos colectivos que requieren de herramientas acordes a los tiempos.

El sistema educativo ha formado parte de ese tipo de sorpresas que ha pillado a todo el mundo con el pie cambiado. Toda su parafernalia ha saltado por los aires, las aulas cerradas, los patios sin niños, las pizarras como piezas de museo, se han tenido que enfrentar a una respuesta eficaz a millones de alumnos que necesitan seguir aprendiendo y que no tienen medios adecuados y adaptados a los distintos tipos de familia existentes. Algunos centros y muchos profesionales, con esfuerzo personal, están consiguiendo aprobar la asignatura en junio, pero gran parte del sistema ha suspendido clamorosamente.

En cuanto a la última malla de protección social, los servicios sociales, están siendo una de las víctimas más atroces del desastre. Hemos aprendido que tenemos un modelo de residencias que requiere una revisión en sus procedimientos de inspección, organización y adaptación frente a las contingencias. Es necesario y urgente repensar cuáles son las propuestas de atención que requieren nuestros mayores y en qué condiciones se deben de garantizar. Pero no solo las residencias: la atención primaria, la puerta de entrada al sistema, se ha visto desbordada por esta catástrofe. Podemos utilizar el término héroes para calificar a profesionales sin los suficientes recursos para atender la magnitud a la que se están enfrentando, sobre todo considerando que la peor parte de su trabajo todavía no ha empezado. La pandemia social comienza con el final de la alerta sanitaria y para estar a la altura de lo que les espera requiere de una incremento considerable en los recursos disponibles, acorde al nivel de desestructuración social y económica que ha dejado el paso del COVID.