El ser humano siempre ha sentido la atracción de descubrir y explorar nuevos mundos. Durante décadas, la exploración de lugares exóticos y remotos de la Tierra captaron la atención de generaciones. Hoy día, la exploración del cosmos sigue siendo un poderoso foco de ensoñación. Pero el ser humano, en su afán de mirar lejos se olvidó de mirar cerca.

Hace unos cuatrocientos millones de años, en el periodo Silúrico, las plantas se aventuraron a colonizar las tierras emergidas. Con ellas, en la superficie del planeta se inició una transformación de profundas implicaciones. Los paisajes desolados de fragmentos rocosos y formaciones minerales sin vida de aquellos tiempos geológicos, empezaron a transformarse. Bajo su superficie, se inició la creación de un extenso organismo, fruto de la vida y creador de vida, que paulatinamente empezó a extenderse y a interconectar toda la superficie emergida del planeta. En la capa superficial de la Tierra, empezó a formarse una especie de matriz interna y oculta que fue colonizando y cambiando para siempre la fisionomía del planeta. Durante millones de años, la colaboración activa entre el mundo mineral, las fuerzas atmosféricas, las plantas, los microorganismos y los animales fueron creando un organismo vivo en el que todos participaban.

Se estableció una frontera de conexión entre el mundo mineral y el orgánico en la que sus componentes contribuían intercambiando información, alimentos y energía. Algo movilizó el trabajo común de infinitas especies de microorganismos, hongos, líquenes, algas, plantas y animales. En este gigantesco organismo oculto todo estaba interconectado y funcionando milimétricamente en ciclos imperturbables que se repiten incansables desde el inicio de los tiempos y cuyos códigos secretos apenas vislumbramos a entender.

Pues bien, este organismo vivo que abraza, interconecta y da vida al planeta se llama suelo. Es un universo dentro de otro universo. Un universo que no vemos pero que está ahí y que es tan desconocido como imprescindible para la continuidad de la vida en el planeta. Pero es tan cotidiano y familiar como ignorado. Al margen de nuestra indiferencia, su actividad nunca cesa. Siempre se mantiene incansablemente ocupado y bullendo de actividad con infinitas transformaciones químicas, luchas entre sus organismos, batallas bioquímicas, conflictos por los recursos disponibles y también, colaboración y cooperación entre muy distintas especies. Todo ello ocurre bajo un mandato que no nos ha sido revelado, imparable y sin que nos demos cuenta, bajo nuestros pies.

Este universo oculto está interconectado a lo largo y ancho de las tierras emergidas en redes de micelios de hongos, raíces, micorrizas, macromoléculas de humus, transmisores químicos y señales electroquímicas, que se asemejan a una red neuronal.

Su diseño es genialmente simple y funcional. Los fragmentos de rocas meteorizadas proporcionan el anclaje y soporte mecánico para el crecimiento de las plantas. Pero no es solo el arraigo físico; se crea un microcosmos en la frontera entre el mundo mineral y orgánico a través de fascinantes transformaciones de los tejidos vivos que unen a partículas de arcillas con moléculas húmicas. Se crea una estructura, mitad mineral y mitad orgánica, que asegura las funciones vitales del suelo. Facilita el que las raíces puedan absorber la humedad retenida en los microporos, que las plantas adquieran los nutrientes de la solución del suelo, que este mantenga su estabilidad y resiliencia ante impactos naturales y antrópicos y que pueda aportar beneficios y servicios ecosistémicos a la naturaleza en general y al ser humano en particular.

Las raíces, los compuestos húmicos, los microporos, los elementos minerales y los microorganismos, son como los módulos de un fabuloso reactor biológico que es la base de la continuidad de la vida en el planeta. Este reactor recicla los compuestos biológicos y conecta a todos los biomas de la tierra convirtiéndose en un gran organismo de enormes dimensiones que permanentemente renueva los elementos básicos de la vida.

La superficie del planeta ha dado lugar a muy distintos tipos se suelos debido a sus variaciones climáticas y geológicas. Así, tenemos suelos de tundra, taiga, estepas, sabanas, bosques templados, junglas, suelos de zonas húmedas, suelos semiáridos e incluso suelos de desiertos. Cada uno de ellos con características y propiedades distintas a las que se adaptan diferentes tipos de plantas que crean la base de la biodiversidad del planeta. De hecho, el suelo constituye la zona más rica en biodiversidad de la Tierra. En un gramo de suelo puede haber más microrganismos que gotas agua contiene el Mediterráneo.

El universo subterráneo que representa el suelo, tiene además el poder de influir en aspectos trascendentales que ocurren en la superficie del planeta. Entre otros, la producción de alimentos, la estabilidad y resiliencia del territorio, la regulación del agua dulce, la regulación climática, la composición química de la atmosfera y la biodiversidad. Un capítulo aparte lo incluirían los aspectos culturales, afectivos y psicológicos ligados a la percepción humana del entorno y del paisaje, en cuya raíz se encuentra el suelo.

Sin embargo, y también ocurriendo sin recibir la necesaria atención, este componente natural imprescindible para el funcionamiento del planeta, se encuentra hoy día seriamente amenazado. Probablemente una de las consecuencias más graves de la tendencia de calentamiento global sea el impacto en los procesos de desertificación y degradación del suelo de las zonas áridas del planeta y, a su vez, la retroalimentación de estos procesos sobre el cambio climático. Las zonas áridas y semiáridas del planeta cubren una superficie aproximada de un 44% de las tierras emergidas y en ellas viven unos 2 500 millones de personas, muchas de ellas, en condiciones precarias de subsistencia. Nos encontramos con una espiral perversa que no solo puede afectar a la estabilidad, el funcionalismo y la productividad de casi la mitad del planeta, sino que puede implicar problemas de seguridad ambiental (reducción de cosechas, hambrunas, inestabilidad social y política, migraciones forzadas, conflictos y guerras) e importantes daños y consecuencias socioeconómicas por la disrupción del papel amortiguador del suelo ante fenómenos climáticos extremos (sequías, lluvias torrenciales, inundaciones, deslizamientos, colapso de tierras, incendios forestales y golpes de calor).

El patrimonio natural acumulado durante millones de años que conforma la identidad, el soporte del paisaje y el medio de la producción del 90 % de los alimentos que consumimos, se encuentra en peligro, sin que nos estemos dando cuenta de ello. El suelo es una memoria viva de la historia de la Tierra. Ha sido el compañero fiel del hombre que guarda los recuerdos de la aventura humana en el planeta. Hoy, 17 de junio, Naciones Unidas nos recuerda nuestra milenaria conexión con la tierra y nuestra responsabilidad con las generaciones presentes y futuras. Es el momento de mejorar nuestra percepción y de acelerar las soluciones. Nos costará muy caro si no lo hacemos.