Quienes me conocen personalmente o quienes siguen por la prensa mis reflexiones, saben de mi ateísmo desde hace muchos años.

Basado en el sentido común, la ciencia y la ausencia de pruebas sobre la existencia de los dioses (algunos ya desaparecidos como Apolo, Afrodita, Júpiter, Marte, Amón, Anubis .... así hasta 10.000, y otros todavía vivos, coleando y fastidiando a media humanidad, como Jehová), el ateísmo me sirve para comprender que, aunque para muchas personas, ciertas creencias, por absurdas e incoherentes que parezcan, puedan suponer un alivio o asidero, es indudable que en lo social, esas creencias contaminan y pervierten las relaciones y la convivencia, siempre buscando el privilegio e intentando imponer unas normas perversas y unos dogmas absolutos, que en cualquier caso, sólo deberían afectar o ser aplicables a quienes voluntariamente crean en ellos.

Dicho esto, he de reconocer la existencia de personas, que siendo religiosas, antepusieron a la propagación e imposición de esos dogmas y normas, la lucha por la dignidad, por la libertad, la lucha por una justicia terrena sin tener que esperar la justicia divina en un inexistente más allá, pagando muchos de ellos, el precio de perder su salud, sus trayectorias vitales y algunos, incluso a costa de su vida.

Conocí al poeta y sacerdote Ernesto Cardenal en la Nicaragua Sandinista de los años ochenta, cuando formaba parte del gobierno, como ministro de Cultura, tras la caída del dictador Anastasio Somoza. Aunque sucumbió a las amenazas y embates del entonces papa Juan Pablo II (arrodillarse ante él, no le sirvió para eludir la suspensión "a divinis"), fue una pieza clave en la senda revolucionaria de Nicaragua. Fundó en 1966 un comunidad en la isla de Solentiname. Comunidad que fomentó el desarrollo de cooperativas, creo la escuela de pintura primitivista, auspició un movimiento poético entre campesinos y sobre todo, hizo una labor de concienciación en base a la interpretación revolucionaria del Evangelio, lo que, en la práctica, convirtió a la comunidad de Solentiname en una célula del entonces movimiento guerrillero del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).

Años más tarde, poco tiempo después de la masacre perpetrada contra cinco jesuitas y dos trabajadoras de la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador en 1989, tuve la oportunidad de estar en dicha Universidad. Todavía el campus universitario se encontraba en estado de "shock" y era evidente la tensión ambiental. Para justificar los hechos, desde instancias gubernamentales se acusaba a los jesuitas de "envenenar las mentes de los jóvenes de El Salvador", se les tachaba de "estar totalmente identificados con la subversión", se difundió que la UCA era "un refugio de líderes terroristas de la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)".

La realidad es que su "delito" fue defender los derechos humanos, luchar por la justicia, denunciar los atropellos del poder al pueblo salvadoreño y buscar el camino hacia la paz para poner fin a una guerra fratricida e irracional, sin solución en el campo militar, y que duraba ya 12 años.

Como estos ejemplos, hay bastantes más, como el cura colombiano Camilo Torres muerto en combate en las montañas de Colombia (1966), el cura asturiano García Laviana asesinado en Nicaragua (1978), o el cura aragonés Manuel Pérez dirigente del Ejército de Liberación Nacional (ELN) colombiano (1998).

No hay espacio en este escrito para rememorar las acciones de tanto religioso, que nada tuvieron que ver con las instituciones dogmáticas y rancias a las que, incomprensiblemente, pertenecían y debían obediencia. Y digo incomprensiblemente, porque si de verdad creían en el dios que decían creer, para comunicarse con él y actuar como actuaron, no tenían porqué plegarse a la autoridad y desatinos de toda una jerarquía eclesiástica podrida, anquilosada, siempre pegada al poder político y económico, y más preocupada de lo terrenal que de lo celestial.

Religiosos que, antes que condenar al fuego eterno a quienes, como yo, pensamos que todas las religiones son una farsa, destinada únicamente a controlar la vida de las personas, se desprendieron de su fanatismo religioso y optaron por la lucha junto a los más pobres, en vez de malgastar sus vidas difundiendo dogmas extravagantes, en vez de dedicarse a acumular riquezas y posesiones, en vez de intentar evitar el pago de impuestos, en vez de crear prensa y canales de televisión para imponer sus ideas, en vez de promover manifestaciones contra gobiernos que no se atienen a sus credos, en vez de usar la educación como una forma de adoctrinar a la par que tener un suculento negocio.

Como decía el filósofo y matemático inglés Bertrand Russell, "hoy en día mucha gente prefiere morir antes que pensar, y de hecho lo hacen". Estos religiosos prefirieron pensar, y precisamente por eso, sacrificaron sus vidas.

O como decía el cura Camilo Torres, que ingresó en la guerrilla porque, según él, "el amor debe ser eficaz", y yo añadirá, no lo que es ahora, una palabra que nada significa y una perogrullada que no cumplen ni los mismos fanáticos que lo predican.

Enormemente agradecido, pues, a tanto religioso por su actitud ante la vida, por defender que justicia y paz no deben ser contradictorios, por su lucha para que vivir una vida digna no tenga que esperar a la muerte, agradecido por su generosidad frente a tanto dogmatismo, tanta incoherencia, tanto fanatismo.