En una de las últimas secuencias de la película Todos los hombres del Presidente (1976) en la que el realizador Alan J. Pakula narra las investigaciones periodísticas que dieron lugar al Watergate, los dos intrépidos reporteros del Post -Dustin Hoffman y Robert Redford como Bernstein y Woodward- ya han conseguido la dimisión del Presidente Richard Nixon y acuden una vez más al garaje donde solían entrevistarse con su garganta profunda. Le explican que saben de las implicaciones de otros importantes mandatarios del partido republicano, de magistrados y de más altos funcionarios de la administración norteamericana. Su confidente les regaña entonces: qué queréis, acabar con el sistema€ Dejarlo estar, con un Presidente ya es suficiente€ Y ahí se acaba el Watergate.

Me he acordado de esta escena tras leer las declaraciones de la portavoz socialista en el Ayuntamiento de Valencia, y desde hace justo un año vicealcaldesa del gobierno de coalición de izquierdas, Sandra Gómez, abogada valenciana nacida en julio, precisamente, de 1985. Decía la joven militante del PSPV-PSOE, partido a cuyas juventudes pertenece desde su mayoría de edad, que ha llegado el momento de abrir el debate sobre el modelo de Estado para España: si monarquía o república.

Ya expuse recientemente, a raíz de un debate televisivo en À Punt, los problemas políticos que podrían derivarse en nuestro país si cuestionamos en estos momentos la monarquía parlamentaria gracias a la cual vivimos el mayor periodo democrático de nuestra historia, tanto en duración como en calado. Uno es partidario, expliqué, de mejorar cuanto sea necesario para convertir la Jefatura del Estado en una institución totalmente transparente y profesional antes de embarcarnos en una nueva aventura republicana sin horizontes definidos, simplemente porque el republicanismo pervive en el alma de muchos nietos de vencidos en la guerra civil como un ideal de pureza y democracia que los historiadores rigurosos raramente comparten a tales niveles.

Sandra Gómez es, además de una socialista joven e idealista, abogada que en su trayectoria profesional dedicó sus conocimientos a la persecución de diversos casos de corrupción, delitos contra el interés público provocados por casos como la Gurtel o el del Instituto Noos que, como todo el mundo sabe, salpica de lleno a la Casa Real y que además de costarle más de cinco años de cárcel a Iñaki Urdangarín -ex jugador del Barça de balonmano-, propició a la hermana del rey, la infanta Cristina de Borbón y Grecia, su apartamiento de la familia real y de cualquier acto oficial. Lo recuerdo porque ayuda a entender mejor el posicionamiento político de Sandra Gómez.

Tiene su lógica que alguien joven, nacido mucho después de los pactos de la transición, de las primeras elecciones, incluso de la intentona golpista del 81 y hasta de la mayoría absoluta del felipismo en el 82, pida reabrir debates políticos que generaciones anteriores consideraron lo suficientemente pactados y sellados. Que sea comprensible no quiere decir, sin embargo, que sea sensato o siquiera conveniente.

Lo prudente es entender, como el confidente del Watergate quiso explicar a sus jóvenes investigadores, que el armazón político que sostiene una democracia es fruto de un pacto entre diferentes, cuyo objetivo prioritario es el mantenimiento de la convivencia y un marco estable de garantías para todos sin discriminación. Por supuesto que de ello se deriva la necesidad de aplicar la ley siempre que nos topemos con el delito, pero de ahí a creer, por ejemplo, en la justicia universal y aplicarla a rajatabla sin comprender los equilibrios de la política internacional, media un abismo. No se trata sin más de renunciar al idealismo, sino de entender que hay otros que desean sueños diferentes.

Y lo mismo ocurre con el ejercicio del voto en democracia, un acontecimiento estrictamente operativo, funcional que no sacralizable, susceptible de toda suerte de vaivenes, sugestiones y manipulaciones, pero el mejor de los sistemas posibles como bien dijo Winston Churchill -cuya estatua es ahora acosada por supuesto reaccionarismo de época, fuera de contexto-. Pero una votación simple no puede bastar para decidir la suerte de una nación, como de modo avieso piden algunos nacionalistas o de forma irresponsable secundan algunas formaciones de izquierdas.

Puestos a convertir el voto en un ejercicio de gimnasia democrática podemos someter a referéndum todo cuanto se nos antoje trascendente para la vida cotidiana de los españoles, pues para muchos habrá cuestiones más importantes que elegir entre monarquía o república sin saber bien qué significados políticos y costes conllevaría ese dilema.

Pienso, sin ir más lejos, en votar la limitación de mandatos para los políticos profesionales, en la exigencia de conocimientos técnicos y experiencia profesional para el ejercicio de los altos niveles de la representación política, en la asignación de inversiones públicas por parte de la propia ciudadanía, en la participación vecinal para la planificación urbanística o en las dotaciones para la educación y la sanidad tanto públicas como privadas según la elección de cada individuo. En Suiza, de vez en cuando, lo practican, incluso a mano alzada, y suelen ganar, casi siempre, los insolidarios.

Debatirlo todo, sin redes, puede que nos acerque al abismo del populismo, a ver la realidad de modo maniqueo, la política como encarnación del bien o del mal. Y resulta que hemos terminado por comprender -confiesa la historiadora Isabel Burdiel en una reciente entrevista- que al final "la historia la hacen unos pocos", cuya capacidad de control sobre las sociedades, incluyendo las democráticas, es importante. "Usted podrá saber lo que dijo, pero nunca lo que el otro escuchó". Así de rarita es la convivencia, tal como explicó el psicoanalista Jacques Lacan.