Las elecciones presidenciales en Bielorrusia (Belarús) del pasado domingo recuerdan el gran dilema existencial entre seguridad y libertad que vive una parte de los europeos. Con varias decenas de mercenarios rusos con experiencia en la guerra del Donbás, detenidos por las autoridades bielorrusas poco antes de las elecciones y acusados de preparar actos que desestabilizaran la situación en la exrepública soviética, la población de ésta mucho tenía que sopesar en la balanza electoral.

Por un lado, el carismático Aleksandr Lukashenko, presidente desde 1994 y conocido por ello -con más o menos razón- como el último dictador de Europa, quien tuvo la gracia de decir a su homólogo del Kremlin que ya no lo es desde los cambios constitucionales de este verano en Rusia. Aquellos permitirían a Vladimir Putin -cuya campaña antiliberal se ha basado también en un relato propio sobre historia, sociedad y derecho internacional- optar por seguir alargando las dos décadas que lleva en el poder, aunque ahora fuertemente discutido por la prolongación de las protestas antigubernamentales en Khabarovsk (Lejano Oriente ruso).

Lukashenko, contrario a la desintegración de la URSS en 1991, resulta siendo un valedor eficaz -y erga omnes- de la soberanía e integridad territorial de su país, esforzándose por cuadrar el círculo de las relaciones con Rusia y su Unión Euroasiática, China y los Estados Unidos. Él mismo se presenta también como garante de mantener a raya la corrupción y preservar el orden público, ofreciendo a la vez ciertas expectativas en cuanto al crecimiento continuo del bienestar social.

Por otro lado, Svetlana Tijanovskaya, una profesora de inglés que ha dado el salto a la política cuando la candidatura de su marido, ahora en prisión provisional, fue rechazada por la comisión electoral. Se presentaba con la principal promesa de volver a repetir las elecciones en libertad. La alternativa opositora, sea la que sea, es la de desprenderse del control omnipresente de la KGB -que sigue existiendo en Bielorrusia con las mismas siglas y espíritu-, liberar a los presos que organizaciones competentes consideran de conciencia, e investigar desapariciones y ejecuciones extrajudiciales del pasado. En definitiva, de establecer un clima político ante el que la Unión Europea no considere imponer más sanciones -ya aminoradas en 2016-, sin olvidar la necesaria abolición de la pena de muerte para dejar de ser el único país plenamente reconocido del continente que no forma parte del Consejo de Europa (por tanto, sus ciudadanos tampoco tienen la posibilidad de buscar amparo ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos).

Sin perjuicio de las evidentes irregularidades y la marea de protestas entre las generaciones que no han conocido otra cosa, no cabe duda sobre que la previsibilidad de Lukashenko frente a la incertidumbre de las políticas interiores y exteriores que desarrollaría la alternativa opositora, hacen del primero la opción razonable en las mentes de aquellos bielorrusos que prefieren evitar a toda costa la repetición los "salvajes años 90", considerando además que no están a salvo de anexiones como la de Crimea.

Hace 12 años, en agosto de 2008, con la invasión de Georgia y la templada reacción internacional ante la misma, se produjo ese punto de no retorno: el argumento de la fuerza ha vuelto a ser un medio factible para la revisión de fronteras en Europa. Entonces, al menos, fue Lukashenko quien (por cierto, persuadido personalmente por Javier Solana) evitó la cascada de reconocimientos que Rusia esperaba obtener entre su órbita para las "autoproclamadas" Abjasia y Osetia del Sur.

Tendrá razón el lector que recuerde que el Cáucaso es todo menos fácil. Basta mirar las decenas de muertes que hace menos de un mes ha dejado el nuevo enfrentamiento en la disputada frontera ente Armenia y Azerbaiyán. De hecho, las noticias sobre el cruce de hostilidades entre estos dos países -sí, europeos-, con amenazas de destrucción de centrales nucleares incluidas, quizá merecían más atención que aquellas que acabaron acaparando nuestro espacio mediático.

Pero, ¿cuál será el tope de quienes anteponen una paz falsa a lo que en justicia corresponde?

El fin de las sangrientas Guerras de Chechenia, entre los años 1990 y 2000, conseguido a costa de todas las violaciones imaginables de derechos humanos, sigue pagándose hoy en día. El mantenimiento dentro del sistema político ruso de las naciones islámicas sin Estado al norte del Cáucaso supone un trato de favor por parte de Moscú no solo en cuanto a la financiación, sino también al silencio sobre lo que allí ocurre bajo el caciquismo local. Cómo si no explicar que en pleno siglo XXI, a 500 kilómetros de donde las Olimpiadas de Sochi, siga practicándose en masa la mutilación genital femenina, entre otras tantas barbaridades impunes.

Al menos, y esta es la nota positiva, si ha de haber otra guerra más en Europa, ya no será en los Balcanes.