Formo parte de quienes, en 1977, adoptamos una posición pragmática frente a la disyuntiva entre república o monarquía. Así ocurrió en muchos de quienes vivimos el periodo de la Transición. No existía una adhesión ideológica hacia la configuración monárquica del Estado y nos resultaba extraño que el cargo de jefe de Estado se atuviera a la sucesión personal: una forma de lotería natural que tan alejada se encontraba de los mecanismos de elección de las instituciones democráticas. Pero, aun siendo conscientes de la contradicción existente en términos de evolución política y representativa, entendíamos que en aquellos momentos constituía un asunto secundario.

Fortalecíamos este punto de vista al observar la presencia monárquica en países de indudable calidad democrática, desde el Reino Unido a la mayoría de los países nórdicos. Si la monarquía podía convivir pacíficamente con la democracia y el despliegue de amplios derechos sociales, resultaba preferible aceptarla, evitando que la reminiscencia de pasadas heridas cegaran las avenidas de reconciliación con las que se clausuraban 40 años de dictadura; un régimen que, de otra parte, aun siendo teórico cauce de la tradición monárquica, había hecho lo posible para ningunear o devaluar, según los casos, la relevancia pública de los herederos de la Corona.

Los hechos posteriores confirmaron la percepción de que la forma de Estado no constituía un problema existencial para la democracia española. Sus instituciones, la construcción del Estado de las Autonomías, la articulación de una amplísima mayoría social celosa de los derechos constitucionales, la expansión del bienestar económico y el reconocimiento europeo del Reino de España fueron, entre otros, algunos de los logros que fundamentaron esa forma peculiar de conciencia monárquica que se denominó 'juancarlismo'. Un modo práctico de entender la institución de la Corona, alejada de querencias tópicas y sometida a la comprobación del buen hacer de quien encabezaba la institución.

Tal acervo no se ha disipado, pero resulta inevitable comprobar que ha experimentado un gravísimo daño. Sería ingenuo pretender que sus efectos se encuentran encapsulados y aislados en torno al rey emérito porque se añaden a anteriores hechos que históricamente han desacreditado la ejecutoria privada e institucional de la Corona española. Entre aquéllos, los negocios surgidos bajo la sombra de la corrupción o la opacidad fiscal.

Recuérdese que el rey, tras la sanción de cada ley, añade una coletilla: «Mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta ley». Constituye algo más que una fórmula retórica, porque sólo quien es fiel cumplidor de las leyes se encuentra legitimado para ordenar a todo un pueblo que las haga suyas y sostenga, con ello, un Estado de Derecho justo e igualitario. Sí, existe y debe respetarse la presunción de inocencia; pero que una figura que ya forma parte de la historia, como Juan Carlos I, abandone España por la puerta falsa y entre señuelos de desinformación sobre su destino, no apaga los rescoldos de la sospecha: los aviva y extiende.

Ante ello, algunos parecen olvidar que la reivindicación de un monarquismo ciego, absuelto de toda necesidad de cambio, nos retrotraería a los tiempos del siglo XIX y XX en los que este mismo tipo de devoción cuasi religiosa devino en conflictos dolorosos y exilios sine die. Por su parte, los opositores a la forma monárquica del Estado tampoco deberían olvidar que, situados ante una crisis sanitaria, económica y territorial sin precedentes que reclama diálogo y unidad, no es ahora momento de flagelarnos con otra crisis de índole institucional.

Es tiempo, no obstante, de que el rey emérito se explique como servidor que todavía es del pueblo. Es tiempo para comenzar a repensar la regulación de la monarquía. Suprimiendo la vergonzante superioridad del hombre sobre la mujer, acotando la inviolabilidad del monarca y controlando parlamentariamente su actividad económica privada.