El primer principio de cualquier gobernante debería ser el distinguir correctamente el bien del mal. Y a partir de ese conocimiento aplicar las medidas que tiendan a la felicidad del pueblo, que es de suponer vendrá con las decisiones tendentes al bien. No debe ser fácil conocer esa línea fronteriza cuando llevamos miles de años debatiendo sobre el asunto. Pedirle a la ciencia que nos diga lo que es bueno o malo en todos los órdenes de la vida es pedirle más de lo que nos puede ofrecer. Tendremos que seguir calentándonos el cerebro y recurriendo a debates metafísicos. Discernir sobre ese asunto acaba siendo un acto volitivo, un acto de fe. Pero un acto de voluntad razonada.

El antiguo pueblo hebreo, ante el despelote generalizado, el desmadre con la entrega al libertinaje y la sumisión al becerro de oro, no tuvo más remedio que reconocer la necesidad de aquellas órdenes tajantes que el misterioso Sumo Hacedor entregó grabadas en unas piedras que llamaron Tablas de la Ley, el Decálogo, y que bien podríamos considerar primera Constitución Universal. O sea, tenemos antecedentes en los que inspirarnos en la búsqueda del bien.

Atendiendo a las enseñanzas de aquella primera ley, coincidiremos en que es bueno no matar, ni robar, ni mentir, ni someterse a los vicios lujuriosos pues ya sabemos que las adicciones convulsionan la razón. Debemos atención a los más necesitados, a los que la desgracia les convierte en dependientes, a los que les falta el trabajo y el sustento que les permita acceder a los bienes para una vida digna. El gobernante que busque la felicidad de su pueblo ha de trabajar guiado por principios de solidaridad, de entrega generosa a la sociedad a la que sirve, con una conducta ejemplar, guiada por la búsqueda del bien y la persecución del mal. Y, sin embargo, podemos constatar que esa búsqueda de la felicidad aplicando acciones bondadosas no causa unanimidades.

El tío Claudio, el de mi pueblo, ya en el descanso eterno, soltero y bohemio, hombre sabio, afirmaba que la política consistía no en buscar el bien y perseguir el mal, sino en oler los deseos del pueblo y ajustarse a los mismos. Y lo resumía en una frase: «Alberto -hablaba como un maestro- la política consiste en dar al pueblo lo que pide: cuando se harta de palo, pide libertad y cuando se harta de libertad pide palo€». Dudo mucho que el tío Claudio hubiera estudiado filosofías ni historia pero su propuesta no difería casi nada de la del mismísimo Napoleón: «Mi política consiste en gobernar a los hombres como quiere ser la mayoría de ellos. Ésa es, según creo, la manera de reconocer la soberanía del pueblo. Haciéndome católico terminó la guerra de Vendée, haciéndome musulmán me establecí en Egipto, haciéndome ultramontano conquisté los ánimos en Italia. Si gobernase a un pueblo de judíos restauraría el templo de Salomón».

Para qué preguntarse qué es lo bueno y qué es lo malo. Enseñemos en la escuela ese principio del relativismo que nos conduce inexorablemente a considerar, llegado el caso, que matar es bondadoso si se hace en nombre de la misma sociedad. Como el fin justifica cualquier medio, si es necesario se lanza una bomba atómica contra una población inocente y celebramos la victoria con banderas al viento. Si es necesario, eliminamos población atendiendo a razones de progresiones geométricas de aumento de población frente a las progresiones aritméticas de recursos para sostenerla. Hasta podemos considerar que matar al ser más inocente es un derecho si así lo aprueba un parlamento. Si el fin es el poder, ¿qué importa la palabra dada? ¿Acaso el pueblo pide cuentas de palabras dadas y no cumplidas? Eso sólo interesa a los que dan valor a principios, cuando ya estamos en la época en que hemos superado todos los principios. El principio somos nosotros.

Así pues, hemos pasado de estar sometidos al Sumo Hacedor, aquel que ofreció al pueblo hebreo una primera Constitución, a convertir al Estado en Sumo Recaudador y Manipulador de Conciencias. No discutamos sobre fronteras entre bien y mal. Todo es lo mismo. Vientos que vienen y van.