Heráclito, uno de los primeros filósofos griegos, decía que en el mundo todo fluye. Uno nunca se baña dos veces en el mismo río, porque el agua corre y ya no es la misma. Ni tampoco volvemos a la infancia. Y algo de razón tiene, aunque es evidente que el río sigue siendo el mismo; y uno, también, aunque ya no seamos un niño. No todo es evolución: hay identidad. Sin ella, no podríamos subsistir.

Pero si dejamos que la vida fluya sin más, nos deshacemos en mil bagatelas que reclaman nuestra atención y que no son más que engaños, lentejuelas de colores. Ciertamente, la vida es un continuo comenzar y recomenzar; y hemos de disponer no solo de segundas oportunidades, sino de terceras, cuartas€ Pero, al mismo tiempo, no podemos estar volviendo cíclicamente a la casilla de salida y, menos aún, quedarnos quietos en esa misma casilla sin emprender el camino hacia nuestro destino. A los 30 años, ya no se tiene la plasticidad de los 15; ni a los 50, la de los 30.

Viene a cuento esta introducción porque me encuentro habitualmente con la frase "tengo derecho a ser feliz", que paradójicamente hace infelices a quienes se dejan guiar por esta panoplia. Quieren hacer un punto y aparte, una elipsis vital de lo sucedido, como si tal cosa no se hubiese producido. Y no caen en la cuenta de que la vida es un fluir que no se puede detener y aunque lo pasado pasado está, y agua pasada no mueve molino, sería insensato pensar que el futuro, por sí mismo, nos va a deparar la ansiada felicidad, sin admitir el lastre que llevamos encima, precisamente para superarlo.

La cultura actual de self-man o self-woman, el empoderamiento (palabreja de moda), el hacerse a sí mismo, se concibe, en ocasiones, como "vencer" a la naturaleza con la tecnificación, magra identificación con la libertad; y, como afirma Fabrice Hadjadj, en 'Puesto que todo está en vías de destrucción', "el sufrimiento y la muerte, no la ingratitud y la injusticia, son percibidos como los peores males, porque el bien se ha reducido al bienestar, el consuelo a la comodidad y la salvación a la salud". Y claro es que con estos mimbres pocos cestos se hacen.

Ahora que se habla de sociedad líquida, se puede indicar que, conforme nos conformamos con lo que hay, sin aspirar a lo mejor, aumenta la presión para pasar de acuoso a vapor, que se difumina formando aros de levedad. Nada. Un individualismo sañudo devora e intoxica las relaciones interpersonales porque comporta la premisa de que en esta vida -la única que se concibe- yo tengo derecho a ser feliz y, en consecuencia, no se tolera la frustración de los propios deseos en los que ciframos la felicidad. Y naturalmente, esto tiene un coste elevado: la insatisfacción permanente.

En cambio, cuando se asume la propia responsabilidad y se acierta a admitir que el error no está en los demás, sino en uno mismo, enderezamos el camino y nos disponemos a una renovada andadura. Entonces es llegada la hora de actuar en plenitud, la hora de la esperanza; porque cada uno de nosotros somos seres esperanzados y si no, no somos.

Pedro López García

Grupo de Estudios de Actualidad