Tradicionalmente septiembre era especial; terminaba el verano y comenzaba el nuevo curso. Este mes siempre le ha hecho la competencia a enero por su componente de iniciación. El final de las vacaciones se mezclaba con el olor a libros sin estrenar, con las nuevas ilusiones que curso tras curso nos planteábamos. Forrar los libros y comprar el material escolar ha sido un ritual para muchas generaciones. El séptimo mes del año, según el calendario romano, significaba la vuelta a la ciudad; cambiábamos la tranquilidad del pueblo, del chalet o de la playa por el asfalto, las prisas, el ajetreo, la contaminación, los atascos y los madrugones. La tristeza del final del verano se trocaba en ilusión por el nuevo comienzo. Septiembre nos ofrecía la oportunidad de volver a empezar, de reinventarnos; nos brindaba la posibilidad de llenarnos la cabeza con buenas intenciones. Con rapidez los recuerdos del verano quedaban difuminados en un segundo plano. Ahora había que centrarse de nuevo en el colegio. La vuelta a las clases se mezclaba con un sentimiento de emoción y miedo a lo desconocido: nuevos compañeros, profesores distintos, asignaturas diferentes. Unas veces septiembre comenzaba con lluvia, tormentas, temporales de Levante y gotas frías, ahora danas; en otras ocasiones el perezoso verano no se quería despedir y nos ofrecía un falso alargamiento estival.

Para los que volvemos a las aulas, curso tras curso, el inicio escolar 2020/21 ha sido muy diferente a todos los anteriores; indudablemente el más extraño de cuantos hemos vivido. El regreso al colegio más que nunca ha ocupado las portadas y las tertulias en los medios de comunicación. Después de casi seis meses, alumnos y profesores, ilusionados, hemos vuelto a reencontrarnos. Iniciamos un vuelo en el que probablemente habrá turbulencias que tendremos que soportar con tranquilidad y optimismo. Repentinamente hemos sido invadidos por geles, mascarillas, señales de paso en escaleras, salidas al patio con diferentes horarios, desinfecciones constantes, lavados de manos calendarizados, controles de temperatura, distanciamiento personal, llegadas escalonadas… Retomamos las clases presenciales con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Hemos pasado de impartir docencia a nuestros alumnos a través de las pequeñas pantallas, durante la primavera robada, a volver a verlos, presencialmente, enmascarados.

Muchos alumnos reconocen que el primer día de clase se sentían especialmente nerviosos. La mayoría echa de menos la socialización normal con sus compañeros. Algunos admiten haber cambiado mucho en su forma de actuar durante los últimos meses; se les ve más serios y responsables. Se sienten muy a gusto con sus profesores, pero con una sensación incómoda; creen que nada es como antes. El uso constante de la mascarilla les hace buscar momentos de soledad para poder respirar con normalidad. El trabajo en clase les resulta más duro, ya que el distanciamiento no les permite agruparse ni siquiera por parejas. El ansia que tienen por llegar a casa es mayor que antes. El uso constante de la mascarilla les hace perder la expresión del lenguaje, les obliga a levantar más la voz, a vocalizar mejor para hacerse entender. Se lamentan de que, por la irresponsabilidad de unos pocos, se les juzga a todos injustamente. Cuando quedan con sus amigos se sienten muy presionados por si se contagian y transmiten a su familia la enfermedad. Ahora, más que nunca, cada día lectivo se convierte en un viaje apasionado hacia la educación, en un reto diario por enseñar y no parar de aprender. Nuestro trabajo se ha convertido en educar también con el distanciamiento físico, pero con la máxima cercanía.