Tres meses de confinamiento y otros tres de largas vacaciones en el campo más o menos urbanizado me han dejado muy temeroso de los ajetreos de la ciudad. Apenas llevo unas semanas en la jungla de asfalto y confieso que no entro todavía en el interior de las tiendas, ni en los bares ni en los comedores cerrados de los restaurantes; desde luego, no cojo ningún tipo de transporte colectivo ni acudo a concentración humana alguna. Mi vida en la ciudad se ha limitado a ir al supermercado y al mercado, siempre salvaguardando las distancias de protección; y a la panadería, a la farmacia y a las terrazas de mis restaurantes favoritos. Vivo en modo de ventilación constante a la espera de que venga el frío y las aceras se inunden de estufas a la parisiense.

Tengo la sospecha, además, de que este estado larvario va a durar más tiempo del que se nos dijo, si es que alguna vez alguien pudo decir algo convincente al respecto. Que me temo que no, puesto que apenas se ha cumplido ni uno solo de los vaticinios que anunciaron nuestros gobernantes –de cualquier color, quede claro. No ha habido nueva normalidad más que en un suspiro, los riesgos de la inmunidad de manada resultan elevadísimos, la promesa de una vacunación salvífica y universal se desvanece y la política sobrevive activando falsos conflictos. Nuestros gobiernos son oscilantes cuando gestionan: o dejan que la realidad nos devore, incapaces de atreverse a comprender cómo se organiza el interés público frente a las multinacionales del universo digital, más ‘matrix’ que nunca, o bien son todo inconvenientes y cortapisas frente al dinamismo empresarial, más envalentonado el aparato funcionarial cuanto más pequeño el tamaño de la empresa.

Sin embargo, los tiempos, tal como recitaba Dylan hace más de medio siglo, están cambiando. El coronavirus, simple y llanamente, los acelera. Podremos vivirlo con cierta melancolía, pero la realidad es esa: la idea de las grandes aglomeraciones ha entrado en crisis. Aquel espíritu que respiraban películas como ‘New York, New York’, un mundo veloz, de alta densidad, el modelo Manhattan que tantas veces ha narrado Woody Allen, se ha volatilizado. El maestro sociólogo José Miguel Iribas preconizó el éxito del urbanismo social: la gente quiere vivir donde hay más gente, donde hay más vida, solía decir. La solución para València, osada, consistía, según Iribas, en ganar densidad demográfica: sobrepasar los dos millones de habitantes, alcanzar los tres. Hoy, estoy seguro, habría cambiado de perspectiva.

Otro agitador de ideas urbanistas, el arquitecto holandés mundialmente reconocido, Rem Koolhaas, inauguraba el pasado mes de febrero –antes, incluso, de la pandemia– una multidisciplinar exposición en el corazón mismo de la gran manzana: el Museo Guggenheim con fachada a la mítica 5ª Avenida, un helicoide invertido que hizo famoso a otro arquitecto, Frank Lloyd Wright. La muestra llevaba por título ‘Country side. The future’, pero igual podría haberse llamado ‘¡Vámonos de la ciudad!’.

En suma, Koolhaas y su equipo de investigación, el AMO –que incluye gente de Harvard, la escuela de Bellas Artes de Pekín o la Universidad de Nairobi–, han venido a decir que la vida urbana es insostenible, que no es viable que el 80 % de la humanidad viva concentrado en apenas el 2 % del suelo de la Tierra mientras el 98 % restante permanece vacío o se dedica en grandes extensiones –agrarias y ganaderas también– a alimentar a esas ciudades. Ese es un mundo ineficiente y absurdo en opinión del holandés, que se defendía sobre lo que actualmente ya es una falacia: el retraso existencial del campo.

Al menos en Europa, ese espacio antropizado en su totalidad, como decía George Steiner, donde encontramos una cabaña en el recodo más inhóspito de los Alpes, dispone a día de hoy de todos los recursos para satisfacer la vida contemporánea. Así, por ejemplo, resulta difícil encontrar lugares a más de hora y media de distancia en coche de una gran ciudad que ofrezca de manera habitual alta cultura y educación universitaria… o a más de media hora de un centro comercial o de un hospital con mínimos asistenciales… Y así podríamos seguir. Como en la vieja y noble campiña inglesa, la del ‘Retorno a Brideshead’, donde no es posible mantener legiones de trabajadores domésticos y otras servidumbres, pero que dispone de agua, luz, gas, teléfono, televisión y wifi sin más limitaciones.

Nos vamos de la ciudad y regresamos al campo, sí… Comprobamos que Amazon llega hasta el último confín al tiempo que las ediciones digitales de la prensa nos conectan instantáneamente con la conciencia mundial. También teletrabajamos, compramos ‘online’ y, para nuestro asombro, incluso Glovo o Deliveroo son capaces de llevarnos las pizzas recién horneadas con su tropa motorizada hasta el borde mismo de la piscina, de igual modo que hace unos años nos acostumbramos a manejar la cuenta del banco, reservar hoteles y comprar billetes para viajar desde el teléfono móvil.

Volver al campo en vísperas del 5G y la inteligencia artificial está muy bien, pero va a requerir solucionar otras muchas cosas, empezando por la gestión de residuos y siguiendo por la propia planificación urbanística. Ha llegado la hora, irrenunciable, de gobernar en la escala del territorio y de la movilidad real de las personas, que ya no es a través de la calle, sino de la autovía. Aquellos que se aferren a las viejas estructuras, a las administraciones heredadas, al conflicto ideológico y a la falta de ingeniería de la imaginación, los que se muestren sin versatilidad en las líneas fronterizas de las competencias, los que no sepan fomentar en vez de prohibir, están condenados a la decadencia más irremisible.