Mucha gente no entiende que el islam y el judaísmo tengan, además de las leyes escritas del Corán o de la Torá, otras que guían la vida social o de comportarse de sus fieles. Ignoran, solo por poner un ejemplo, que la literatura que explica las posiciones de la Iglesia católica sobre el sexo es inmensa. Aunque Jesús poco tenía que decir sobre sexo, pero mucho sobre el perdón. Normas morales que enviaron a seres humanos a la hoguera fueron interpretadas en textos sagrados antiguos por san Agustín en el siglo IV. Ni siquiera el matrimonio como sacramento existió hasta el siglo V, siendo considerado incluso como algo perjudicial en las primeras comunidades cristianas.

Los que hayan leído la recopilación de cuentos medievales de Oriente Medio llamado ‘Las mil y una noches’ se habrán dado cuenta de que muchos de sus personajes beben vino, son metódicamente adúlteros y los hechos de sangre narrados son múltiples y variopintos. Sólo esta última práctica parece ser moralmente aceptable por células integristas que toman ahora como pretexto la cultura más extendida en los países originarios de estas leyendas. Tan aceptable como las masacres de las películas del Oeste que nos entretenían de niños.

Si algunos están tan seguros de sus creencias y del lugar que su grupo debe ocupar en el mundo, ¿por qué lo defienden con tanta aspereza? El fanatismo -¿por qué no llamarlo simplemente odio?- no es una noticia internacional de la crónica de sucesos. Es más viejo que el humanismo. Se mantiene por nuestra complicidad, como los virus latentes que resurgen en momentos de aceleración del progreso. Hace que los cegados por la ira busquen seguridad en lo que Jung llamó nuestro inconsciente colectivo, las reacciones irracionales de nuestros antepasados primitivos.

La triste frase «hábleme en cristiano» que aún resuena en las cavernas de algunas instituciones, revela mucho más que una herencia totalitaria que se resiste a abandonar el cuerpo que la albergó. ¿Pero la lengua de Dios no es la que habla el papa? El catolicismo copió la lengua y la organización de Imperio Romano, pero Cristo hablaría sin duda la lengua de los judíos, el hebreo. ¿O era el arameo su lengua natal? Si los padres de Abraham eran originarios de Ur, ¿en qué se conversó sobre el monte Sinaí durante aquel fenomenal bromazo a Isaac? Si Moisés fue educado por un faraón, ¿cómo pudo entender lo que Dios le había escrito en las Tablas de la Ley en lengua de esclavos?

También Dios le habló en otro dialecto semítico a Mahoma para que escribiera palabra por palabra el Corán. Mientras muchos dialectos de la península arábiga se quedaron allí por eliminación divina, el árabe viajó por el mundo como hizo después el francés, el inglés o el castellano, convertidos en lenguas imperiales. Eso sí, la politeísta lengua griega, a pesar de haber perdido más de 4.000 de sus obras en el tiempo y parecer muerta, aportó a la civilización más que otros idiomas fosilizados, usados únicamente entre sus funcionarios, para el incomprensible mensaje navideño mundial, o para impedir las libertades mediante represalias terribles si se toca una letra de lo escrito por Dios.

Para cada uno de nosotros, la lengua es una reserva única de emociones y de ficciones. Si yo prefiero mi nombre italiano sobre el español es porque decidí mitificar el nombre infantil por el que me llamaba mi madre. Muchos creen que Tonino es un nombre artístico, es decir, falso, porque me correspondería ‘normalmente’ llamarme Tonet. Pero la lengua divina es la de la madre, no la del territorio en el que naces. La identidad cultural es un triangulo de tres picos: nuestra historia personal afectiva y biológica, la relación que tengan con otros grupos y culturas y nuestra identificación con un sistema de valores, como la cortesía, o de instituciones pendientes de definir correctamente.

Para saber si la oficialidad idiomática le hace algún bien a la difusión nacional o internacional de cada cultura, habría que saber gestionar bien las 60 lenguas de Europa, las 800 lenguas que dicen que hay en el continente indio, los más de 150 idiomas que hay en el africano, las 103 lenguas transfronterizas de América Latina, las 292 lenguas vivas de China, 15 de ellas institucionales, sin contar 30 más que se están perdiendo, las 24 de la Federación Rusa con sus 14 idiomas de Daguestán, más los 14 oficiales, que son distintos a los 14 de las ex repúblicas soviéticas.

No sé qué diría un alemán de la posibilidad de estudiar Ingeniería industrial en fráncico ripuario; de lo que estoy seguro es de que Dios pensó a conciencia el asunto de Babel para que nadie se le acercara. Y también estoy convencido de que escribió torcido sobre renglones rectos para que al polaco Lejzer (pronunciado ‘uazars’ porque la primera letra no es una ele) Zamenhof, que había optado en 12 ocasiones al Nobel de la Paz, no le fuera otorgado el premio en ninguna de ellas ni nunca.