Tarde, demasiado tarde ha llegado el Cervantes para Francisco Brines, desde hace ya varios lustros el mejor poeta vivo en lengua española –y significo lo de española para que quede claro que abarco también a toda la lírica que se produce en Hispanoamérica. Pese al retraso, hemos visto a Brines feliz saliendo por las televisiones, brindando ante las cámaras y mostrándose tan amable y elegante como siempre ha sido con los demás.

Lleva gafas de sol perpetuas como los gángsteres, aunque lo hace para no dejar ver que ha perdido un ojo. Tampoco oye. Y anda con toda la levedad que dispone su cuerpo, sin apenas energía motora. Es un Brines carente de autonomía, a expensas de sus cuidadores y los designios de la fundación que ha de preservar su legado y memoria. Pero sigue siendo un Brines excepcional, siempre esteta en la estampa.

Brines es un gigante con una corta obra literaria. Tan corta como rotunda. Ha sabido, como recomendaba Rilke, tachar lo superfluo y aprender a corregirse. Así que no sobra nada en lo publicado. Oro molido, canela en rama, quintaesencia…

Nadie como él ha reflexionado con palabras sobre el paso del tiempo y el sentido que éste procura en la vida. Quevediano, pero también metafísico y sarcástico. Hace poco menos de dos años leyó unos ‘haikus’ durante la ceremonia nupcial de Vicente Gallego, uno de sus queridos discípulos literarios. «Voy a sentarme –dijo antes de leer unas cuartillas– porque las ruinas ya no pueden seguir en pie». Antes le concedimos el premio cultural de este periódico. No pudo asistir. Su otro gran seguidor, Carlos Marzal, locutó uno de los poemas imperecederos del maestro, ‘Desde Bassai y el mar de Oliva’. Me puse a lagrimear a oscuras elegíacas.

Gracias a Brines recuperamos el sentido de la dignidad para la vejez, al leerle y al tratarle. Distinción y honra que confieren todo su valor a una existencia larga, un sentido que comparten muchas culturas. La clásica griega, por ejemplo, confiada a sus consejos de ancianos. Los chinos, tan gerontócratas. Y entre los pieles rojas, como muestran las películas del Oeste, en las que el mando pertenece a los viejos guerreros menos dados a la violencia. La vejez rescatada como fuente de sabiduría, de moderación y equilibrio. Pero no siempre es así.

El mundo más conservador suele ser anciano, del mismo modo que el tradicionalismo siempre parece añejo tirando a rancio. Y como quiera que el propio Brines y la literatura en general han cantado también a la juventud, terminamos dudando entre los estados ambivalentes de la vida. Elegir uno u otro es cuestión de épocas y de contextos, y de la experiencia de nosotros mismos.

Nos, hijos de la irrupción de la cultura juvenil de los 60, probablemente una de las más osadas y liberadoras de la historia. Pero ahora resulta que aquellos que fumaban marihuana y agitaron su pelvis son población de riesgo de neumonía bilateral por intromisión de un coronavirus antisocial.

Desde aquellos 60 que en España fueron 70 y alcanzaron incluso a la movida de los 80, la propaganda ha sido mayoritaria y projuvenil. El cambio y la juventud son las herramientas infalibles para el marketing. «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver», susurraba James Dean. El ‘star system’, los héroes deportivos y el ‘rock and roll’ entronizaron el valor de la juventud.

Casi al unísono, Walt Disney modulaba una nueva mirada sobre la infancia y la vida animal. Y dado que, además, los niños empezaron a dejar la fábrica para volver a la escuela, el mismo siglo XX se inventó la adolescencia, un estadio vital inexistente en la historia.

En la centuria anterior ocurría todo lo contrario. Tal como relata Stefan Zweig, en la modélica Viena decimonónica los jóvenes se dejaban patillas y barbas al tiempo que engordaban para parecer mayores, dado que la jerarquía social otorgaba el poder y las oportunidades a la experiencia, nunca a lo imberbe.

Ahora, en cambio, la práctica totalidad de las investigaciones médicas tienden a buscar cómo mantenernos jóvenes y dejar de envejecer. Jane Fonda incluso promete vida sexual activa más allá de los 80.

No ha de extrañar a nadie en el presente, cuando se restringe el libre albedrío de las personas para combatir la pandemia y no convertir las residencias de ancianos en campos de batalla, que los jóvenes se revuelvan contra estos principios pues les importa una higa cualquier argumento moral que coarte su camino de felicidad. La vida es una fiesta, o una revolución permanente como quiso Leon Trotsky.

Sin embargo, en el pódium político del mundo se han alternado estos días dos líderes septuagenarios, Donald Trump y Joe Biden, no mucho mayores que Felipe González, por ejemplo. Así lo quería Platón, para quien el mejor gobernante siempre sería aquel que, liberado de las pasiones mundanas sabía degustar el espíritu y la experiencia de la vida. Un cuadro al que responde Biden. En cambio, Trump parece atrapado junto a Melania en aquella máxima de Oscar Wilde: «Envejecer no es nada, lo terrible es seguir sintiéndose joven».