Cuando Alfonso Guerra salía al estrado de los mítines, las huestes socialistas se preparaban para el delirio al escuchar aquello que querían oír: caña a la derecha. Él era quien decía de Suárez, «tahúr del Misisipi». Además de provocador, tenía fama de ser un intelectual y presumía de ser conferenciante y experto en Antonio Machado. Alfonso, con gracejo andaluz, era el socialista de raíz popular, el adorado por las bases de obreros y campesinos. Si hubiera montado unas elecciones internas en el partido las habría ganado de calle. El afiliado lo es para no razonar. Ahora oyes a Iglesias o a Echenique y al propio Sánchez y comprendes que nunca jamás alcanzarán a Guerra. Ni tienen gracia andaluza, ni ironía hiriente, ni son capaces de llevar a las masas al delirio. Por eso la izquierda que manda habla de los de la generación de Guerra como pasados de tiempo. Los condenan a la muerte civil, a que no molesten. Ahora gobiernan ellos, dicen.

La España de la Transición ha muerto porque algunos se han empeñado en llevarnos a la España de hace casi un siglo, de los años treinta, incluso cayendo en la cuenta de que aquella España acabó como acabó. Desprecian a media nación a la que odian tanto como esa otra media les odia a ellos. Guerra lanzaba puyazos a la derecha sin memoria de cunetas y sin meterse con la clerecía o con las creencias religiosas. Aquel PSOE sabía que hay líneas de respeto y consideración hacia ideas discrepantes y que si entraba en batallas antiguas perdería apoyos. Por eso ganó el PSOE casi todas las elecciones hasta que fue devorado por la corrupción sistémica consentida por el propio González.

No les extrañe que su figura sea hoy tan poco valorada por sus más acérrimos seguidores de antaño. Eso de dejarse fotografiar con bañador y puro en un barco y una atractiva rubia no se perdona entre la clase obrera, que no puede permitirse ninguno de esos lujos. En cambio, Guerra es otra cosa. Sus palabras, las de aquel cañero contra las derechas infames capitalistas, son escuchadas con interés. Guerra no presume de nuevo rico, ni de vivir en caras urbanizaciones. Y sus últimas declaraciones han tenido repercusión. Bueno, la repercusión que hoy puede tener algo. Una presentadora de la moda y de la consigna se enzarzó con él en el asunto de las lenguas y salió escaldada. Eso pasa porque ahora a los presentadores les da por opinar, siempre a favor de quien le paga. Guerra, aquel que azotaba sin piedad a los fachas, parecía el más facha de los de Vox cuando afirmó: «En Catalunya hay más del sesenta por ciento de la población que se considera castellanohablante. En su Parlamento sólo siete diputados se declaran como tales. Ahí hay una anomalía que demuestra que la clase dirigente está alejada de la realidad del pueblo». Aludió al pueblo, no mencionó a la bandera, ni a la patria sentimental, ni a la unidad inquebrantable, ni mucho menos a la monarquía. Aludió al pueblo. Y visualizó en cuatro palabras un discurso de calado sobre la contradicción de ser un representante que se olvida del supuesto representado.

Si Guerra se nos ha vuelto facha es que algo anómalo está pasando. Eso sí que obligaría a reflexionar. Si el admirador de Machado, aquél de las dos Españas, habla con esa claridad, es que empieza a temer que, efectivamente, una de ellas nos helará el corazón. Y sería cuestión de hacer caso a los veteranos. Es de pueblos sabios escuchar a los que llevan años por delante.