En nuestra cultura se tiende a fomentar cierta hipocresía social en torno a la muerte según la cual, quien muere, no debería ser cuestionado ni estigmatizado, al menos hasta que transcurra un tiempo prudencial para que se mitigue el dolor o el impacto producido por su ausencia.

 

Se acostumbra a investir a la muerte con arcaicos tabúes que predisponen al pensamiento único de conferir honores a quien deja de existir. Esto es debido a un conservadurismo social —y moral— que impele a hablar siempre bien de quien fallece, negando la evidencia de los atributos negativos que previamente se le pudieran adjudicar sin que constituyera una ofensa sino sólo constatando una evidencia. 

 

Los defectos de Maradona han sido proclamados a los cuatro vientos desde el momento en que fue pública y notoria su decadencia, y el genio del balón se convirtió en un ejemplo a no seguir, al menos no en ciertas facetas cuestionables de su personalidad, sin por ello se le dejara de considerar como uno de los mejores futbolistas de la historia. Sin embargo la fastuosa pompa del encomio que se le ha dispensado a Maradona tras conocerse la noticia de su muerte, ha puesto de manifiesto, una vez más, cuan necesitada de mitos y de leyendas está la humanidad. Pero, que nadie me malinterprete. Doy por supuesto que hay que respetar a los muertos, como también a los vivos y a todo ser humano que lo merezca, pero evito caer  en el error de considerar a la muerte como una patente de corso capaz de borrar de un plumazo lo malo y convertir a un transgresor en paradigma de la virtud. El mero hecho de morir no debería transformar a nadie en alguien distinto a quien era en vida. 

 

Pese a no entender de fútbol, no negaré que Diego Armando Maradona fue un mago del balón, ni tampoco que me ha impresionado contemplar las imágenes de sus jugadas más célebres emitidas estos días por televisión como homenaje a su talento deportivo. Sin embargo,  considero lamentable el circo que se ha montado con su muerte, los altercados públicos producidos cuando la familia de Maradona se negó a prolongar más allá de diez horas las despedidas por parte de sus admiradores ante el féretro del futbolista expuesto en la Casa Rosada, sede del Gobierno Argentino, una decisión que provocó actos de rebelión en la muchedumbre plasmados en graves incidentes en el centro de Buenos Aires. El presidente argentino, Alberto Fernández, dijo: «Nos llevaste a lo más alto del mundo. Nos hiciste inmensamente felices. Fuiste el más grande de todos. Gracias por haber existido, Diego. Te echaremos de menos toda la vida». Incluso la Santa Sede, en la página digital Noticias del Vaticano se hizo eco del fallecimiento y ensalzó a Maradona considerándolo un «poeta del fútbol».

 

Me han parecido desmesurados los homenajes dispensados a un futbolista considerado como un diospor sus admiradores (al menos así le llamaban, Dios), cuando no fue más que un juguete roto a quien las malas influencias obligaron a descender desde el cielo hasta el abismo donde se forjó su decadencia. 

 

No quisiera nadie atribuyera connotaciones negativas a estas reflexiones en las que sólo manifiesto mi preocupación porque nuestra sociedad se muestre tan necesitada de mitos a quien idolatrar, incluso cuando dejan de ser un modelo a seguir, tanto en lo deportivo como en el mundo del espectáculo, en la política o cualquier otra actividad que propicie la aparición de líderes. 

 

Con mi más sincero respeto, manifiesto mi deseo de que Maradona descanse en paz y la tierra le sea leve.