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POR CUENTA PROPIA

Marga Vives

Agujeros negros

Lo que más me fascinaba de niña sobre la leyenda de los Reyes Magos era que hubieran cruzado desiertos y montañas persiguiendo una estrella. Uno de los mayores mitos de la historia encierra una pequeña lección de astronomía y explica cómo nuestra curiosidad nos lleva al conocimiento de las cosas que no entendemos. Hace poco, los científicos se enfrentaron a la paradoja de un agujero negro que no debería existir, lo que les obligó a replantearse ciertas hipótesis que daban por ciertas. Los errores son la maravilla que explica cómo aprendemos. Einstein decía que cuanto más certeras son las leyes matemáticas, menos se refieren a la realidad. Él mismo afirmó que las ondas gravitatorias existían pero que nunca lo llegaríamos a comprobar. El tiempo le corrigió, ya que en los últimos cinco años han sido detectadas más de un centenar de estas perturbaciones invisibles. Según la investigadora Alicia Sintes, se trata de un hallazgo que «abre interrogantes más interesantes que los de la covid».

Los números son la herramienta para calibrar la dimensión de los hechos y de todo lo que nos rodea, el hilo oculto entre lo que existe y lo que percibimos; los pitagóricos los consideraron el principio de todo y creían que sin ellos la naturaleza sería un mar de aguas oscuras y turbulentas. Los números han servido para calcular órbitas y descubrir planetas, para desafiar a las estructuras de poder que a lo largo de la historia han sembrado en su provecho la semilla de la ignorancia, como Galileo provocó a los inquisidores con el saber ganado a la duda. A través de la medida de los fenómenos que componen el Universo, los físicos y los matemáticos han emprendido un viaje hacia nuestros orígenes para tratar de descubrir quiénes somos y por qué estamos aquí, una hazaña que no les libró de tener que luchar contra el descrédito hacia sus teorías.

Hoy salimos en busca de vida en Venus sin haber descubierto cómo sobrevivimos en nuestro planeta y, concentrados ahora mismo en el corto plazo de las fiestas navideñas, exigimos a la realidad de la pandemia unas certezas imposibles. Si las estadísticas mintieran sería más fácil digerir la torpeza de una decisión equivocada, pero el problema es que, aunque no pronostican el futuro, los números diagnostican muy bien el pasado y marcan una tendencia que nos pone muy difícil ignorar la enfermedad para cumplir con el ritual de las celebraciones familiares sin que se nos pueda tachar de imprudentes.

Los criterios para fijar horarios de toques de queda y aforos máximos parecen cada vez más aleatorios, más confusos y más adaptativos (a nuestro interés por seguir nuestra vida como si nada), pero resulta inquietante el creciente número de expertos que alertan, con cifras en la mano, de que así no vamos bien. Debemos asumir que pueden equivocarse, pero también que carecemos de argumentos objetivos para refutar sus predicciones. Quizás la vacuna nos curará de otro desconcierto, el de que un microbio invisible haya puesto al mundo cabeza abajo sin que lo hayamos podido remediar. Pero ya no podemos decir que somos tontos porque desconocemos la verdad.

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