Últimamente se multiplican los mensajes que apuntan al anhelo y a la necesidad de que el 2020 pase a la historia. Una de las consecuencias de la pandemia está en la crisis de ánimo que está produciendo. Hemos aprendido el lenguaje de las miradas de los ojos, pero hemos perdido, en parte, la profundidad de nuestros gestos, rostros y miradas. Sin embargo, en este contexto se nos presenta la Navidad sin saber ubicarla porque, de alguna forma, seamos creyentes o no, nos cuestiona e interpela. Si pensamos por un momento en su significado originario, podremos encontrar alguna respuesta a lo que nos está pasando y de esa forma atisbar un destello de esperanza.

La Navidad es la victoria de la luz frente a las tinieblas desde la fuerza y el poder de la humildad y la pobreza. En la homilía de Nochebuena de 2003, el entonces arzobispo Bergoglio, y hoy Papa Francisco, decía: “No hay término medio: o luz o tinieblas, o soberbia o humildad, o verdad o mentira”. ¿Cuánto iluminamos en nuestra vida? ¿Proyectamos luz o tristeza, humildad o ambición sin límite, sencillez o soberbia? Esta Navidad y los próximos meses, ¿vamos a dar lo mejor de nosotros mismos? ¿O vamos a repetir el mantra de lo difícil y desagradable que ha sido el año? ¿Somos conscientes de cómo se vivió en el siglo XX donde el hambre y el exterminio fueron moneda de cambio? Se habla de volver a la normalidad. ¡Quiero volver a vivir como lo hacía antes!, solemos escuchar. Pero ¿qué normalidad? ¿La de antes, la que manteníamos y mantenemos los verdaderos virus que nos destruyen y que llevamos siglos sin encontrar su vacuna? Más allá de la vacuna del COVID-19, la humanidad necesita la vacuna del amor y de la misericordia que encarnó un niño y lo hizo manifestándose en su máxima debilidad. Su nacimiento es un antídoto contra el olvido de los diferentes pesebres que se dan en nuestro mundo, cobertizos oscuros y sin esperanza: jóvenes sin futuro, personas mayores abandonadas e incomprendidas, mujeres que son maltratadas y explotadas, personas que arriesgan sus vidas bajo la fuerza del Estrecho y de los mares del mundo, personas, en definitiva, que necesitan luz y esperanza a partir de nuestro compromiso radical en relación con sus miserias y necesidades.

La Navidad es el acontecimiento que nos hace visible a Dios. No está en las alturas, sino que entra en nuestra historia. Es Dios con nosotros, en la que todos nos miramos como hermanos, a parte de lo que creamos, pensemos y votemos. Jesús nace en la cercanía y el encuentro, porque cada persona es Dios para nosotros donde requiere de nuestro amor y compromiso incondicional. Frente a las luces que no son verdaderas que iluminan un minuto y se evaporan de forma inmediata, frente a esos ídolos que alimenta esta sociedad del click, del like y de los 140 caracteres, frente a las oscuridades que inundan nuestro corazón en la familia, en nuestro trabajo, en nuestro vecindario, frente “a las guerras y el odio de siglos y de hoy, se estrellan en la mansedumbre y ternura de un niño que concentra en sí todo el amor, toda la paciencia de Dios que nos ha dado a su Hijo como hermano para que camine con nosotros, para que sea luz en medio de la oscuridad”, dice Francisco. En un tiempo donde todo parece que está patas arriba, se requiere que nos replanteemos qué hago yo, qué proyecto vital debo desarrollar, qué transmito y vivo, qué huella quiero dejar en este mundo que necesita esperanza y luz. Necesitamos personas que entiendan su vida como una misión para transformar la realidad y las estructuras económicas, políticas y sociales injustas del mundo. Se requiere de la revolución de la ternura donde su brújula y termómetro es la cercanía. Volvamos a hacernos niños y niñas para sorprendernos de los pequeños milagros y regalos que nos ofrece la vida a diario. Esta es la esperanza que se dibuja en el horizonte de la Navidad y que se hizo realidad hace algo más de 2000 años en un pobre pesebre de Belén. FELIZ NAVIDAD