Sir Tomás Moro (1478-1535), que acabó decapitado por fidelidad al catolicismo en tiempos de Enrique VIII ideó una sociedad ideal en su “Utopia”, una isla en el hemisferio sur donde todo se hace del mejor modo posible. Como en la República de Platón, todas las cosas son poseídas en común, que es , ya ven, una vieja aspiración en busca de la sociedad ideal. El bien público no puede prosperar donde hay propiedad privada y sin comunismo no puede haber verdadera igualdad, vienen a decir. Vamos que la cosa viene de lejos.

En la Utopía de Moro todas las calles son iguales, no hay cerraduras en las puertas y todo el mundo puede entrar en cualquier casa. No tendrían el problema de los okupas porque nadie sería dueño de nada. Los trajes duraban siete años justos. Hombres y mujeres trabajan seis horas al día, tres antes de comer y tres después. Política de igualdad. Todos se acuestan a las ocho y duermen ocho horas. Todos los que se dedican al gobierno son elegidos de entre los letrados. El gobierno es una democracia representativa, con un sistema de elección indirecta. Al frente se encuentra un príncipe cuya elección es vitalicia pero puede ser depuesto por su tiranía. No eran partidarios de la caza y eran contrarios a la pena de muerte por robo. Ecologistas convencidos. Había divorcio por adulterio o «intolerable indocilidad» de cualquiera de las partes. El culpable no podía volver a casarse. En materia religiosa las mujeres podían ser sacerdotes siempre que sean viejas y viudas. Los hombres sacerdotes tenían honores pero no poder. En caso de enfermedad incurable y penosa se le aconseja al paciente que se suicide. Si uno lo piensa bien, aquella sociedad ideada por un santo de la Iglesia Católica era en muchos aspectos muy liberal. De hecho, aquel hombre martirizado por su fidelidad al Papa de Roma contra el deseo de Enrique VIII de divorciarse, se anticipó a muchos predicamentos de los que hoy circulan como lo más «progre» y que son más viejos que Platón.

El propio autor de «Utopia», que demostró su incorruptibilidad en la vida pública, era fiel a sus principios, y se preguntaba con razón si esa sociedad comunista no haría a los hombres holgazanes…Conocía el alma humana y eso que todavía no había nacido Carlos Marx que vino a demostrar que un holgazán como pocos, bebedor empedernido, juerguista como muchos y de acomodada familia burguesa, era capaz de casarse con una aristócrata, vivir a su costa y proponer en El Capital la sociedad que ya proponía Platón. Pero para los demás, no para él. Su gran aportación científica es que el capitalismo se autodestruirá y nacerá una sociedad en la que el proletariado impondrá su dictadura. Conociendo los antecedentes del pensador que dicen que hizo ciencia de la política, lo del chalet de Galapagar es una anécdota intrascendente. Pero sintomática. El capitalismo podrá autodestruirse pero sólo una sociedad donde se respete la propiedad privada, al servicio de la justicia social porque el bien particular no puede desentenderse del bien común, puede garantizar el sagrado derecho a la libertad creativa.

Hace unos días asistí a una representación teatral. La única medida de seguridad es que tomaron la temperatura a todos antes de entrar. El teatro estaba casi lleno. Distancia de seguridad inexistente. Al acabar el actor principal agradeció la presencia porque «sin vida cultural no hay vida.» La gente aplaudió a rabiar porque la gente empieza a pensar si una sociedad dirigida hasta para reunirse una familia no sería una sociedad totalitaria e intolerablemente aburrida. Una sociedad que soportan los chinos pero que no está dispuesta a soportar los que proclamaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esa es la primera enseñanza que debería establecerse en las escuelas de párvulos. La vida en Utopía sería demasiado aburrida. Nuestra esperanza es que la vacuna sea de verdad, la vacuna de la libertad.