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Visiones y visitas

Juan Vicente Yago

La perspectiva del cuentahílos

Se ha puesto muy de moda, por comodidad, por conveniencia y por chabacanería política, la perspectiva del cuentahílos; el intento de hacernos ver las cosas excesivamente de cerca, en un plano detalle que impide percibir el contexto; el ansia de ponernos una lupa que nos pegue a la minucia, que nos deje a un centímetro del árbol para que descubramos la intrascendencia de la hormiga en la corteza y nos perdamos la espesura del bosque. Por eso picamos en los mil anzuelos cotidianos pero no estamos nunca ni por casualidad a la distancia necesaria para obtener un plano general de la realidad. Hemos dejado que nos acostumbren al rancho informativo, al racionamiento pautado, a la carnaza periodística de un oficio pesebrero, servilón y venido extremadamente a menos. Quiérese decir que cierta, bastante, mucha prensa, pasto de la desidia y del temor a perder la subvención encubierta de la publicidad institucional, esparce los canutazos de turno y los tasajos del momento sin tomarse la molestia de interpretarlos; y que cierta, bastante, mucha gente, despatarrada en la charca de la banalidad, ahíta de guisote audiovisual, con los belfos hinchados y los ojos fuera de las órbitas, perdida por completo la sensibilidad intelectual, se conforma con ello e incluso muestra un ridículo desdén. Así, cuando alguien, por efecto de un extraño galvanismo, arremete al trapo de la ley Celaá, del proceso al diputado X, de la enésima exigencia separatoide y del asunto juancarlino, es indudable: ha contraído la infección del cuentahílos. Ya no contempla el paisaje, sino el pliegue, ni es consciente de la situación, sino que da tumbos entre las pozas y los matojos del pantano falaz, entre las emanaciones mefíticas y estupefacientes de la manipulación informativa y la propaganda covachuelina. Se ha perdido en el chafardeo anecdótico, en la humareda lacrimógena, en la provocación recreativa; le apasiona el pazo y se pirra por la vacuna, pero no repara en la cruz de los caídos, en las capillas universitarias y hospitalarias, en la paga imposible y en el enriquecimiento sátrapa, como tampoco ve la dentellada que se agazapa tras el reparto de todo pero moto no, que moto sí tengo, ni las vetas de clientelismo insertas entre los nudos del alfombrote administrativo, ni el tráfago febril de los bajamaneros. El hombre-masa español no va más allá de lambiscar el meme de Simón, la prepotencia de Amazón y los disturbios de Macrón, pero vive ayuno de contrapartida política, de contorsión legislativa y de contratación digital; anda y viene con el carrusel de los despropósitos que gira en la punta del iceberg, mientras pasa por alto la cantárida gorda, la enorme ventosa de los cargazos, recargotes, carguitos adjuntos y subcarguetes que desangran el erario a sinecura limpia; embiste con empeño bovino a los capotazos de los anuncios y a las resoluciones oficiales, a los decretos-leyes y a las reuniones improductivas, atrapado en el espejismo de una gestión holográfica y un proyecto ectoplasmático; intenta compensar lo caótico del asunto con un exceso de ganas, con una ingenuidad forzada, con un agarrar el clavo ardiente del sabañón informativo, de la gallineja fugaz. No hay proyecto. No hay gobierno: sólo hay trinque, okupación y desmantelamiento; pelar el edificio, vender la quincalla y liquidar el sistema. Un grande mal cuyo grande remedio no menta ni el Tato. Se prefiere, de momento, y quizá para siempre, poner cara de tonto, fingir asombro ante la meticulosidad relojera con que suministra barbaridades, a través de la televisión, el comité revolucionario de la boliva, también conocido como el politburó de marras o el soviet en la tiniebla. Está la plebe atónita con la estrategia de los hechos consumados, con el relativismo absoluto y con el hablemos de lo suyo pero de lo mío no. Está humillada por el bombo que se ha dado a lo del monarca y la sordina que se ha puesto a otros desfalcos. Porque la toman por tonta. Porque le ponen a Camps hasta en la sopa, exonerado como sale de cada circo judicial que le organizan, pero le soplan el humo a la cara con el robo chino a la EMT, la debacle de Cercanías o el misterio de los autobuses apalambrados. Porque ha visto ratas en las rotondas, y las intuye, sin duda ninguna, en otros tabucos. Porque la realidad se le llena de antros y cuchitriles, de negligencias y desconsideraciones, de dobleces e irresponsabilidades, de cinismos horrorosos y silencios insultantes. El desconcierto, sin embargo, es mayor que la indignación. El pasmo ante las arbitrariedades descaradas, las inquinas extemporáneas y el desgobierno integral se va enquistando en las Españas como consecuencia social de la desfachatez política. Nos acercamos al apogeo de la rebelión de las masas, al encumbramiento del hampa y a la entronización de la vulgaridad. Así que acostumbrémonos a estar patidifusos, hagámonos a la idea, pero no lo aceptemos, porque la espiritualidad, la razón y el sentido común están por encima del pizpiretismo y el capricho relativista. Vienen tiempos de negrura; dictaduras del proletariado en que los proletarios han sido sustituidos por atorrantes; gulags y deportaciones a la inopia para todo lo que no sea libertinaje y perroflautismo. Van pudiendo votar las generaciones del hogar vacío y la play a todas horas; los alelados del instagram y el tiktok; la cáfila de los acríticos; una masa ingente de malcriados y egoístas, de infantiloides manipulables, adoctrinables y milnovecientosochentaycuatrizables. La composición de los parlamentos lo demuestra, y nosotros lo notamos en lo mucho que nos cuesta evitar el despotismo del cuentahílos, esa deformación suprema que oculta la realidad a base de agrandar cominerías. Los coaligados de la ordinariez nos injieren una matraca tras otra en el centímetro escaso que separa la realidad y la lente del cuentahílos; nos imponen su perspectiva, la visión de cerca, la miopía; nos cubren el panorama general con el cortinón de la zarrapastra diaria y la baratija periodística.

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