Define la RAE la palabra civismo como el celo por las instituciones e intereses de la patria y como el comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública. El civismo es un metavalor que incluye conceptos como el respeto, la solidaridad, la cooperación, la discreción, la empatía, la voluntad, el esfuerzo o la generosidad. Si pudiéramos someter a nuestra sociedad a una especie de máquina de la verdad, ¿podríamos acreditar que el comportamiento social es cívico? Tengo serias dudas. Ya las tenía antes de la pandemia; ahora mis dudas son mayores, visto lo visto. En nuestra sociedad, la ética molesta como asignatura y, en cambio, se echa en falta cada vez más en el día a día.

Los durísimos meses de pandemia están haciendo que aflore lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Noticias como la reciente denuncia de la Policía Local de València de dieciséis fiestas en domicilios en una sola noche hacen que me sienta avergonzado. Prefiero quedarme como noticia con la historia de una persona con discapacidad que, en Madrid, tras la gran nevada, se dedicó a llevar gratuitamente al hospital, en su vehículo ‘cuatro por cuatro’, a personas que precisaban atención médica. Por supuesto, me quedo con la mayoría de los trabajadores esenciales: trabajadores de la limpieza, policías, militares, repartidores, agricultores, sanitarios, transportistas y profesores que, curiosamente, pertenecen a ramas laborables poco remuneradas pero que están siendo fundamentales. Creíamos que lo sabíamos todo, pensábamos que podíamos con todo, fomentábamos el individualismo y ahora vemos que nos necesitamos más que nunca unos a otros.

Mientras tanto, algunos pierden el tiempo buscando culpables, persiguiendo blancos fáciles en nuestros dirigentes. No me gustaría, para nada, estar en el pellejo de los que ahora tienen que tomar las decisiones. Calibrar las medidas cuando tenemos centenares de muertos es muy difícil. Si proponen unas medidas, mal y si toman otras decisiones, peor. Los carroñeros de la política critican cualquier determinación y aprovechan para sacar tajada. Explotar cualquier error para destruir al contrario me resulta ya cansino. Realizar una crítica feroz en el contexto actual es sencillísimo. Parece que todos saben lo que hay que hacer, opinar es muy fácil: escuchamos a virólogos que afirman una cosa y a epidemiólogos que defienden la contraria. Dirigir es bastante más complicado. Sufrimos una tormentosa descarga continua de descalificaciones y de reproches. Nos bombardean, sin el menor rubor, con basura en las redes sociales y ello va calando en nuestros pensamientos y en la suciedad que nos rodea. La desinformación y los bulos están haciendo peligrar los cimientos de la democracia. Estamos en una emergencia mundial, todavía no sé lo que no se entiende de esta situación. En estos momentos, absolutamente todos deberíamos remar en el mismo sentido, tengamos las ideas que tengamos, pero no ocurre así. Parece como si cada uno hiciera la guerra por su cuenta y tuviera derecho a protestar por todo.

Pienso que lamentablemente vivimos en una sociedad enferma en la que la pedagogía del civismo brilla por su ausencia. O todos colaboramos para que triunfen los buenos modales, o tendemos la mano a los que piensan diferente, o nos comportamos y escuchamos más o estaremos abocados al fracaso social. Como dice la filósofa Victoria Camps: un paso obligatorio para que el mundo empiece a cambiar es poner diligencia en lo que realmente merece e importa para el bien de todos. Algo habrá que cambiar, ojalá interioricemos definitivamente que vivimos en un planeta que hay que salvar, que no todo vale en pos del progreso y que nos necesitamos unos a otros.