La arrogancia es defecto frecuente aunque en general tenga un recorrido breve cuando choca con los hechos. Acontece algo similar con los clichés endosados a las personas que suelen acabar en cuanto las conoces.

La arrogancia suele ejercerse por quienes alardean de su posición ante los débiles y se prosternan ante quienes están por encima. Es patrimonio de insensatos, de cobardes y otras especies menores. Lo del cliché es más universal, producto de la pereza, de la ignorancia con frecuencia voluntaria.

Se preguntarán a qué viene todo esto. Aplicado a la vida política, social, económica, no hay que andar muy lejos para encontrarnos ejemplos de arrogancia o de aplicación cómoda del cliché. Se estrellan de inmediato con la terquedad de la realidad. 

Veamos las relaciones de la UE con Rusia. La ampliación al Este de la UE en los años 2000 fue como poco precipitada. No se atuvo a la meticulosidad, por ejemplo, a que fueron sometidas España y Portugal en los años ochenta del pasado siglo. El porqué es sencillo aunque la arrogancia lo procure ocultar: avanzar la OTAN por el glacis ruso hasta sus fronteras. Luego se interfieren otros elementos como las necesidades energéticas, los gasoductos. Una explicación sorprendente: los rusos ‘vetan’ nuestras exportaciones de cítricos, por ejemplo. ¿No será más bien la respuesta rusa a las sanciones impuestas por la UE?.

El cliché. Ruso igual a enemigo, echando mano del viejo armario anticomunista aplicado a unos dirigentes rusos actuales anticomunistas, aunque eso sí, autoritarios. Un cliché cultivado durante la Guerra Fría y anticipado por el centinela de Occidente en la España de la Cruzada.

La arrogancia de poco sirve con el vecino, puesto que al día siguiente lo tienes a tu lado. Como ha ocurrido a lo largo de siglos con Francia (¿se acuerda alguien de la oposición de Giscard a la entrada de España en la CEE? Estaban en juego los intereses de la agricultura francesa, su base electoral). O el caso permanente de Marruecos con los intereses cruzados del Sáhara a los flujos migratorios. Eso sí, arrogancia más cliché más relato, pueden rellenar el vacío de iniciativas, ideas constructivas para convertir los desencuentros en espacios de cooperación, por supuesto que interesada, como siempre.

La pandemia ha puesto de relieve en doce meses la fragilidad de las opciones arrogantes. Un ser vivo invisible, el virus, ha pulverizado las exclusiones, las condenas, los orgullos a la vez que ha puesto de manifiesto una vez más las estructuras de poder efectivo que trascienden fronteras y Estados a través de las vacunas, es decir de las industrias farmacéuticas, con investigaciones subvencionadas con recursos públicos, investigadores e investigadoras formados en instituciones públicas y sus conocimientos vendidos en el mercado para beneficios privados: un círculo perfecto. Para las farmacéuticas, claro. 

El calentamiento global no conoce tampoco de arrogancias, relatos o clichés, ni por supuesto de fronteras. Las consecuencias no son nada por venir, están entre nosotros y afectan a la vida cotidiana, a la salud, al entorno, a los recursos como el agua. Sin embargo, la codicia no repara en los efectos para hoy mismo: el agua, por ejemplo, convertida de bien público en objeto de cotización en bolsa no deja de constituir una de las amenazas con que se enfrentan sociedades enteras.

Los poderes públicos democráticos han ignorado voluntariamente, o de modo involuntario en el mejor de los casos, la pedagogía, la necesidad de explicaciones claras y convincentes ante sus ciudadanías en vez de plegarse con excesiva frecuencia a los objetivos e intereses de unas minorías avariciosas.

Cuando la epidemia de VIH batía a plena incidencia, la industria farmacéutica conocía en todas partes la posibilidad de producir antiretrovirales genéricos mucho más baratos que los comerciales. Quien suscribe, como diputado, recibió la correspondiente presión para retirar una inocua proposición no de ley (digo inocua porque los efectos de una PNL parlamentaria dependen de la voluntad del gobierno de recoger la iniciativa y tramitarla como ley y el gobierno de Aznar tenía singular aprensión a aceptar iniciativas de los ‘derrotados’), que por supuesto me resbaló pero no dejó de inquietarme la vía por la que la presión llegó hasta mi escaño: de un prominente exministro socialista.

La salud es un bien preciado, puede que el que más preocupa a toda población en todo lugar, situación y en todos los tiempos. Esto lo saben los traficantes de la salud, como recordaba Orson Welles en la célebre ‘El tercer hombre’. Convertir la salud en una mercancía es una de las anomalías, por decirlo suave, a que nos ha llevado la oleada neoliberal. Cierto que ahora guardan silencio ante el impacto colectivo, global. Aguardan tan solo la recuperación para volver a las andadas, objetivo que no han abandonado siquiera en los momentos más críticos de la pandemia.

Las consecuencias se arrastran desde hace décadas. Recortes, privatizaciones: «es el mercado, amigo». El deterioro del sistema público, material y personal no ha conseguido derribar las capacidades, la profesionalidad y la abnegación, del más cualificado al último, de quienes se ocupan de las UCI, de la pandemia y de las demás patologías, de la atención primaria abandonada a su suerte, de las salas hospitalarias. Este capital humano, en ocasiones al borde de la desesperación, nos obsequia solidaridad.

No hay espacio para la arrogancia ni para la resignación. Retomar el camino de la salud pública, la educación y los servicios sociales públicos, no son tan solo objetivos políticos: constituyen necesidades ineludibles si queremos una sociedad más justa y más democrática.

En medio de tanta zozobra como causa la pandemia y sus efectos sobre la vida de las gentes, de sus economías familiares a las angustias afectivas, todavía aparecen fantasmas del pasado que conozco bien hoy, 23 de febrero, en que escribo este texto. Con amenazas de los arrogantes que no aceptan más opinión que la suya, cuando la tienen. Cuentan con la ignorancia a la que han ayudado cercenando la educación ciudadana, condenando al olvido páginas enteras de la historia que consideran también de su propiedad.