Hace dos años vi un vídeo con un mensaje claro y profundo: la vida no nos pertenece. Lo expresaba Jano Galán, jugador de pádel profesional y con toda una vida de éxito por delante. Le diagnosticaron Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) en el 2012. Por delante, sólo tres años de vida. Relataba que lloró mucho, casi hasta vaciarse, pero fue en esa situación dramática cuando llegó a la conclusión y al pensamiento más importante de su vida: «Soy un tipo normal y voy a morir, eso es algo que ocurre a diario, y no hay nada que pueda hacer para evitarlo, pero no me voy a conformar. Yo quiero ser extraordinario, y voy a ser extraordinario. Pero no por cómo muera, sino por cómo viva. Mi vida ya no es mía, pero ahora empiezo a vivir». Hacía algún tiempo que había olvidado esta gran verdad, posiblemente la única de nuestra existencia en el teatro de la vida. De golpe, esa verdad se me volvió a presentar para adentrarse en lo más profundo de mi alma. A las 18:30 del pasado 2 de marzo recibí la noticia más dura de mi vida: una alumna de mi tutoría de 2º de bachillerato, Cristina, de 17 años, moría, sin previo aviso, así, sin más. Nunca me han saltado tantas dudas y preguntas sin respuesta. Sin embargo, el colegio, las dos clases de 2º y sus familias, los padres de Cristina y ella misma me han dado un baño de realidad a partir de dos lecciones extraordinarias que no se aprenden en los libros, ni en los masters, ni en una ponencia. Hay que vivirlas en carne y hueso, desde el dolor, las lágrimas y el sufrimiento que nos hacen sentirnos vivos y darnos cuenta de lo que realmente importa.

La primera, el papel de la educación y la escuela. Cuando al día siguiente entré a las 8 de la mañana en clase y vi a todo el grupo sentado esperando una palabra, un acontecimiento, un consejo, me di cuenta de la labor social única que lleva a cabo la escuela. Después de unos sollozos y unas miradas que nunca olvidaré, se fueron, cada cual, por su pie, a comprar flores y crearon un altar en la mesa donde se sentaba Cristina. Ese fue su lugar de encuentro, su fuerza, su santuario y su refugio. Las realidades dentro del aula son vividas de una forma que la sociedad no llega a entender, porque es el hogar del alumnado donde viven momentos intensos y únicos. La escuela y la familia los proyectan y los sitúa ante la vida. El padre de Cristina, junto con su madre, con una entereza y un saber estar especial, pronunció, en la misa que le hizo el colegio, que una parte del carácter de su hija, de su ser, lo había aprendido de todo el profesorado del colegio. Qué poder tan inmenso y potente, diría que inexpugnable, cuando la familia y la escuela van de la mano, cuando palpitan al mismo tiempo para cimentar los principios y valores que definirán a una persona en relación con su mundo y sociedad.

La segunda, el amor. Lo único que permanece y es capaz de superar los diferentes embates de la vida es el amor. Vivimos como si nunca fuéramos a morir, envueltos en anhelos, disputas y enfrentamientos que no llevan a ningún sitio. Osho, uno de los mayores orientalistas de los últimos tiempos, expresa que morimos a partir de cómo vivimos. Deberíamos cuestionarnos sobre nuestra forma de vivir. ¿Cómo vivimos y para qué vivimos? ¿Sonrío y facilito las cosas o las complico a los demás? ¿Me alegro y comparto los éxitos ajenos? ¿Qué capacidad de donación tengo? ¿Transmito confianza, sosiego y tranquilidad? Ante cualquier experiencia dramática las posesiones, las propiedades y todo lo que endiosamos a diario se diluyen y desaparecen, mostrando su fecha de caducidad. El último mensaje que dejó Jano Galán antes de morir decía: «Deja que el amor te eleve hasta las nubes». Esa misma enseñanza nos ha dejado Cristina con su eterna sonrisa, regalándonos dos lecciones para que vivamos de una forma amorosa y plena. Buen viaje.