Porque estamos viviendo experiencias imprevistas, nos hallamos en la antesala -o no-, de la construcción de una época distinta. Hace muy poco -como quien dice, ayer-, formábamos parte de una sociedad aligerada, blanda y narcisista, que se creía dotada de recursos suficientes para superar cualquier inconveniente. Incluso habíamos asistido a la consagración de la posverdad como vehículo para intervenir por medio de la manipulación emocional frente a la objetividad de la razón, cuyos epígonos aún permanecen entre los negacionistas y demás tribus urbanas al uso. Era la literatura estética del populismo, hasta el punto de acostumbrarnos a convivir con ella como parte inexorable de un desarrollo natural de la existencia, donde los valores parecían elementos dotados de una aceptada fragilidad y, por tanto, de una esencia permanentemente revisable. No era necesario poseer ninguna convicción, pero tampoco exigir el apremio de un solo cumplimiento. Ya se sabía: cualquier compromiso podía formar parte tanto de la realidad como del guion del espectáculo. Era el momento de un eclecticismo inestable, que gozaba de la inconsistencia convertida en instrumento. Era la culminación del universo postmoderno que, desde el inicio de la década de los ochenta, nos anunciaba el inexorable final de las creencias y de las certitudes, tal que lastres convencionales que nos impedían desarrollar nuevas parcelas en el siempre utópico camino de la absoluta libertad. Definitivamente, en Occidente, la apariencia había dejado a un lado a la propia realidad.

En ese mundo, sin presente, donde el instante no era otra cosa que la antesala del futuro, se creaba una enorme expectación hacia lo que pudiera venir dentro de unos parámetros en los que no era previsible que alguna galerna se cerniera sobre el horizonte. Nada hacía presagiar el fogonazo de un relámpago entre las nubes, ni las ráfagas que zumbaran al atravesar las jarcias tensas, obligando a que la nave se estremeciera hasta la misma quilla y que los marineros destacados en la arboladura corrieran el riesgo de salir disparados de las vergas ante la llegada de los turbiones negros. Porque habíamos querido olvidar que la naturaleza (de la que formamos parte), a pesar de todas las poesías escritas sobre ella -como el mar-, está ausente de memoria y en cualquier momento nos puede provocar espantosas sacudidas y llevarnos, uno a uno, hasta el fondo de un abismo en el que no exista de nosotros ni el más insignificante vestigio. De ese modo han ido desapareciendo, día a día, cientos de miles de seres humanos, desprevenidos como el resto, a modo de habitantes de una inefable Pompeya, mientras improvisábamos cualquier elemento que flotara en tan inexplicable naufragio, buscando responsables en cualquier lado, sin darnos cuenta de nuestra labilidad inmanente.

Ahora, superada solo una pequeña parte de las vicisitudes, no parece que, a modo de soldado victorioso, haya alguien dispuesto a dar el primer paso en un prolongado desfile, como tampoco lo hay listo a retomar el curso de la existencia desde una profunda revisión de todo lo sucedido –no, en el último año-, sino en las últimas tres décadas. Más bien al contrario, al poco que reiniciemos solo un trecho de lo perdido, tal parece que estaremos, de nuevo, dispuestos a comprar una butaca para ocupar nuestro sitio delante del escenario, demostrando con una audacia impostada que lo mejor que puede ocurrir es que pronto podamos llegar a la conclusión de que aquí no ha pasado nada. Porque en la función la recuperación del pulso del goce de la vida nos hará ver que lo que parecía una tempestad, era un delirio universal y, como tal, nos era ajeno.

En el universo efectista del que venimos y al que inexorablemente caminamos, de modo distinto a lo que ocurrió en los albores del Renacimiento, la memoria no se erige como una vía hacia la construcción del conocimiento, sino como un elemento oportunista dirigido hacia la utilidad manipulada de lo inmediato. Así, nuestro análisis se seguirá levantando dependiendo de un plan director previamente establecido, de tal suerte que se irán sumando en sucesivos relatos los discontinuos armazones según los intereses inmediatos de los propios constructores, con réditos contrapuestos y enfrentados: es el modo cortoplacista al uso, que va laminando cualquier atisbo de imaginario colectivo bien construido, contribuyendo a la fragilidad, al desarraigo y al retorno a ese universo posmoderno, acrítico y manipulable del que venimos, y al que estamos deseando retornar porque nos protege del esfuerzo de tener que decidir.

Es ahora cuando somos -al menos por unos instantes- conscientes de que corremos el peligro de involucionar de nuevo, cuando colectivamente deberíamos hacer un esfuerzo por recuperar el ejercicio ilustrado de la razón, poniendo en marcha un análisis de lo que nos ha precedido, intuyendo lo que -de no hacerlo- nos queda por venir. Pero, eso sí, sin decantarlo como una responsabilidad ajena, sin dejarlo solo en manos del ejercicio del poder, para que nos defraude una vez más, mientras permanecemos en el patio de butacas. A mi juicio, es el momento de la responsabilidad para actuar desde el conocimiento y la cultura, articulando y promoviendo los instrumentos necesarios para configurar espacios colectivos de reflexión, tomando los aparejos precisos para concordar una memoria innovada, participando de reflexiones maduras que superen el oportunismo, las frases ingeniosas, las ocurrencias fugaces, la fragilidad y las promesas carentes de fundamentos y de compromisos. Es la hora de las ciudades, es el momento de los ciudadanos para construir una memoria participada y plural que no pueda ser utilizada ni como campo vedado, ni como arma arrojadiza.