Y en eso llegaba la Pascua. Atrás quedaban los días en blanco y negro, como el color de la televisión que volvía a emitir La Pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer -por el segundo canal- como penitencia televisiva. Una película que en mi ignorancia infantil se me antojaba una pesadilla -o tortura como la que pasaba la protagonista- comparada con series televisivas como Embrujada o Jim West, que alimentaban mi fantasía el resto del año. Se acababan las tristes procesiones y los siniestros nazarenos deambulando como personajes diabólicos de una película de terror. Las prohibiciones dejaban paso a un tiempo de libertad limitada animado por la vida al aire libre, las canciones, los colores de los huevos de Pascua y las zapatillas tenis recién estrenadas para saltar a la cuerda. Días de Pascua que aguardaban a la vuelta de la esquina y que sólo el mal tiempo, como a veces ocurría, podía echar a perder.

Días de Pascua en la cocina con mi madre y mis tías amasando y dando forma a monumentales panquemados, coronados por una cresta de merengue horneado que hacía mis delicias y mi placer goloso. Las manos de mi madre iban mezclando la harina y los huevos y el resto de los ingredientes mientras los diferentes olores dejaban en el aire una mezcla de dulzor, de pan dulce que venía de otros tiempos. Después llegaba un periodo de cocción, para mí un intervalo de espera y suspense, compartido por un cada vez más intenso olor del horno que tenía su punto culminante con la aparición de los panquemados cubiertos con esa textura dorada que envolvía su interior esponjoso.

Ahora en mi cocina los únicos panquemados para celebrar cualquier época del año son los de la pastelería de la esquina. A veces pienso que podría repasar mi vida por las diferentes pastelerías que han ido señalando eso que se dice camino existencial. Desde aquellos, ya lejanos hornos, donde de camino al colegio descubría los primeros donuts o mi parada obligatoria en la Casa de los Caramelos, esta vez, de camino al Conservatorio de Música, donde me esperaba, en alternancia, un monumental milhojas que acababa blanqueando mi trenca o una ensaimada de nata, que tampoco me lo ponía muy fácil a la hora de comérmela. Cerca también del Conservatorio, junto a la Galería Val i 30, se encontraba un viejo horno que destacaba por un altísimo mostrador de mármol y su pan de molde; un lugar que supuso para mí otro descubrimiento fundamental: el placer de saborear las mejores rosquilletas de mi vida. Un placer al que me daba entre las clases de solfeo y guitarra.

Sigo deteniéndome en los escaparates de las pastelerías, aunque ahora, por razones obvias, he de abstenerme de darle muchas alegrías al paladar. Son, las pastelerías, como un vínculo que me une a mí infancia cuando han ido desapareciendo buena parte de los establecimientos, tiendas de juguetes, imprentas, quioscos, que formaron parte de ella. Me gusta ese festín de colores, formas, ingredientes, texturas, sabores, ordenados sobre las diferentes bandejas y estanterías tras el cristal. Clásicos como el susú de crema, el milhojas de chocolate, el palo catalán, las tarrinas de avellana o las barcas de nata y nuez. Los ejércitos de lionesas y de pastelitos o los brazos de frutas con la eterna banda de manzana. O ya a un nivel superior, las tartas de chocolate, la capuchina, la familia de las mousses… La dependienta de la pastelería va ordenando en la bandeja de cartón uno a uno, pieza a pieza para que todo encaje perfectamente. La pastelería del domingo es el dulce sueño que nos hace regresar a la infancia.