Lo sucedido en Cádiz la tarde del domingo durante un partido de fútbol de la presunta mejor liga del mundo retrata en primer lugar a la sociedad española. Nos retrata a todos como ciudadanos y debería obligar, entre otras muchas cosas, a una revisión de nuestras conductas personales. ¿Qué hacemos cada uno de nosotros cuando oímos un insulto racista? Debería ser la primera reflexión. Íntima y personal. Lo sucedido retrata a una sociedad que relativiza el racismo ante cuestiones pragmáticas: la economía habitualmente, los puntos en juego en este caso concreto. Olvidando, en demasiadas ocasiones, que la dignidad no tiene precio, que no es un valor negociable. Que el domingo el futbolista insultado acabara abatido en el vestuario y el futbolista presuntamente agresor continuara en la cancha dice mucho (y no bueno) de esta sociedad. Da igual a qué equipo pertenezca cada uno de ellos. El forofismo está muy lejos de este debate. Debería estarlo.

Lo importante de lo sucedido el domingo en Cádiz en un partido de fútbol de la máxima categoría es el insulto a un jugador negro por el color de su piel y la reacción de este y de sus compañeros de abandonar el terreno de juego. Otros debates, que son posibles e incluso necesarios, no deben ocultar el hecho principal: el gesto del futbolista y sus compañeros (da igual la camiseta del equipo) pone al fútbol español y a la sociedad ante el espejo para mostrar uno de sus rostros más feos. No debería quedar en solo un gesto. Debería dar lugar a una investigación seria y profunda. Y debería dar pie a consecuencias. No puede ser un titular más de la crónica deportiva de la semana destinado al olvido cuando llegue la próxima jornada.

Lo sucedido en Cádiz la tarde del domingo implicó al Valencia CF. Sus jugadores fueron los que abandonaron el césped en solidaridad con su compañero Mouctar Diakhaby, que se rebeló tras escuchar a un futbolista del equipo contrario decirle «negro de mierda». Fue un acto de valentía del deportista francés, apoyado por los otros diez del Valencia CF, un acto que no se merecía quedar deslucido por el regreso al campo minutos después del equipo, ya sin el insultado, supuestamente por las presiones ante los puntos perdidos y posibles sanciones. El resultado de esa decisión retrata a una sociedad al convertir a la víctima del ataque racista en, de momento, el único damnificado: agredido verbalmente y apartado de su ocupación laboral.

Al margen de este hecho fundamental, lo sucedido en Cádiz refleja la debilidad institucional de un Valencia CF que no supo dar la protección y el apoyo necesarios a sus jugadores desde las altas instancias para que se vieran con las fuerzas suficientes para no regresar al campo. Se perdió la oportunidad de ser algo más que un club, de anteponer valores a puntos y sanciones. Como aquel domingo en que un entrenador, Guus Hiddink, hijo de un héroe de la resistencia al nazismo, se negó a que los jugadores saltaran al campo hasta que no se retiraran la esvástica que habían colocado los seguidores ultra del equipo rival. Lo sucedido el domingo pasado en Cádiz es un reflejo también de la situación actual del primer club deportivo valenciano. No es lo más importante, queda dicho, pero no deja de formar parte del contexto sin el que es posible entender completamente un episodio intolerable de racismo.