Sin haber cesado el debate sobre el origen y las formas de combatir la covid-19, de cómo evitar el exceso de contagios o de paliar sus efectos, se hace palpable en nuestro ámbito inmediato, cierto temor y desconfianza (entre algunos colectivos y, por ahora, de manera puntual y pacífica) no solo hacia las vacunas, sino sobre todo hacia las políticas gubernamentales (las del Gobierno de España y las de cada una de las 17 comunidades autónomas que la integran) acerca del proceso de vacunación realmente existente.

Se detectan ambigüedades, errores puntuales y de bulto, no solo en las previsiones iniciales, sino también en la política informativa ofrecida por las o los portavoces, tan abundante en divagaciones y contradicciones puntuales como en erráticas conclusiones. Inconsecuencias que, lógicamente, reflejan los medios audiovisuales y distorsionan, por lo general, las redes sociales. Se producen incumplimientos (con mayores de 80 años), alarmas intempestivas (la de los trombos de la AstraZeneca) y divagaciones impresentable.

Se vuelven frecuentes los ‘donde dije digo, digo Diego’ o ‘el aquí caigo, allá me levanto’, que si las mascarillas no eran del todo necesarias y podían usarse a voluntad (la realidad es que no habían suficientes) hasta la reciente afirmación del uso obligatorio de «los tapabocas» (nueva y grosera moda lingüística) en espacios abiertos cuando se guarda la distancia de seguridad como en ciertas playas o lugares solitarios y montañosos. ¿Por qué no en los lugares congelados del planeta, que ya muy pocos? Alerté hace un par de semanas y desde este mismo diario, acerca de estas políticas ambiguas, sobre el peligro que entrañan —e insisto en ello— dando pábulo tanto a informaciones erróneas como a tergiversaciones o exageraciones, incluso a excesos de confianza (asistencia masiva a una vacunación inventada y difundida [un bulo] por internet).

El error de bulto viene siendo el silencio oficial sobre el parón sufrido en la vacunación de los mayores y en particular de los mayores de 80 años que no viven en residencias. La pandemia en sus inicios se cebó mortalmente sobre la población alojada en residencias y es comprensible el celo posterior puesto por las autoridades recién llegadas las primeras remesas de la vacuna Pfizer/BioNTech, por vacunar a todos los residentes hasta conseguir su practica inmunización.

Resulta cuanto menos incomprensible (la OMS lo ha calificado como de «lentitud inaceptable») las dilaciones y retrasos actuales de las campañas de vacunación, sobre todo con las personas que habiendo cumplido los 80 residen en sus domicilios particulares, sin haber recibido en su mayoría un mínimo de atención por parte de los responsables sanitarios sobre cuando y como serán vacunados. Los medios así lo han recogido. Los motivos iniciales del parón son conocidos: la falta de vacunas por desfase entre los viales pedidos y los recibidos; las insuficiencias contractuales derivadas de una gestión política poco firme (la ausencia de una, más que necesaria unión política europea no contribuye a que se consolide una identidad estatal europea).

Motivos, no suficientes ni aceptables para quienes pacientemente sufren la ansiedad de no estar vacunados y la certeza de no figurar entre los trabajadores esenciales. Centenares de miles, incluso millones de personas estas que, en caso de fallecer de covid, dejarían, desde luego, de percibir sus pensiones… Por el contrario los esenciales, según la lógica establecida por mantener vivos el comercio y los suministros, serían, son pues, los que conviene tener disponibles. ¿Dónde quedan aquí la ética y las prioridades humanitarias establecidas como reconocimiento a los mayores? ¿Cuál es la pauta —podemos preguntarnos, supongo— que inspira esas certezas y determinaciones? ¿Cómo tomar las declaraciones del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid del pasado uno de abril?

Pese a todo, la esperanza nunca debe faltar. Todas las incomprensiones, errores humanos e insuficiencias del sistema pueden, al menos en teoría, ser subsanadas. Nos afanamos en convertir nuestra tránsito por el planeta Tierra en un mundo lo más feliz posible y ello nos parece justo y deseable. Los más leídos recordarán una sencilla y genial novela de Aldous Huxley (científico de talla y escritor) que nos advertía acerca de ese mundo perfecto. La novela se titula precisamente Un mundo feliz, en el que las necesidades y aspiraciones humanas están totalmente satisfechas. No les cuento más. Los que no la leyeron, la inmensa mayoría, supongo, si lo hicieran no dormirían tranquilos durante algunas noches. Y eso que no hay truculencias a la vista: robos, violaciones, crímenes en serie, etcétera. Hay felicidad; mucha felicidad, la que procura el «soma» administrado en dosis adecuadas. Lean y luego oigan y vean las noticias. Se sorprenderán.