En las antiguas versiones del mito, la lucha se lleva a cabo entre el pueblo elegido y los restantes, pero dentro del pandemónium de éstos hay uno que se convierte en enemigo arquetípico». Si alguien escribiera en el futuro la crónica del verano español de 2020 la comenzaría a modo de catarsis con la siguiente frase: «De la noche a la mañana, las ciudades españolas se vaciaron de sus pobladores; pueblos, plazas y playas quedaron desérticas», como si no hubiera tenido lugar en ningún sitio antes una epidemia tan grande y un aniquilamiento de vidas humanas comparable.

Tal como los florentinos, los cuales huyeron de la ciudad por causa de la peste negra de 1348 que diezmó Florencia y que se contaban historias para conjurar sus aprehensiones y ansiedades -otra forma de catarsis, nosotros cantábamos canciones. Ahora -vade retro, coronavirus- y a lo largo de la historia las epidemias han constituido la peor pesadilla de la humanidad, lo que denominó Voltaire el tormento infinito o, como posteriormente describiría Chateaubriand, «se cerraron las puertas de la ciudad y las ventanas» haciendo inútiles las súplicas en los templos ante el Muro de la Peste de la Provenza francesa en 1721. Era un mundo apocalíptico donde reinaba el oscuro fuego de los círculos del infierno, que se remontaba a la peste que asoló Atenas en el último tercio del siglo V a.C. o a la gran peste antonina que asoló el Imperio Romano, desde Persia hasta las riberas del Rhin.

Hoy, describir las cosas tal como son es un acto revolucionario en sí mismo: no hemos comprendido aún que nosotros somos la pandemia, que somos los causantes de la enfermedad y no los dioses -dies irae- que nos mandan el mal mientras tratamos de encontrar fuera de nuestros dominios la autoría de las grandes calamidades incluido el Diluvio.

La pandemia es el castigo recibido por nuestro maltrato de la Naturaleza, que nos hace responsables de habernos convertido en los depredadores de nuestro entorno común por la codicia de unos, la desidia y la pasividad de otros. Así, nos encontramos inmersos en una sociedad ensimismada pasto de las vociferaciones, del conformismo y de las matizaciones digresivas cotidianas.

Nos hallamos en plena expansión de una especie de peste emocional, en un estado de suspensión del yo que invita al fanatismo y que, a su vez, nos impide saber cómo salir, cómo gestionar lo cotidiano y preparar el legado apropiado para las futuras generaciones. Eso sólo lo conseguiremos con la voluntad extraordinaria necesaria para vivir con rectitud de conducta, para expresar la alegría de vivir, para desarrollar el talento creativo y la solidaridad con el entorno y con nuestros semejantes. Pero para eso hace falta una fuerza moral de la que hoy carecemos. Lo que me pregunto es si queremos tenerla. En ese caso, nos queda seguir a Dante entrando en los infiernos: «Dejad los que aquí entráis toda esperanza».