Acabamos de dejar atrás las elecciones madrileñas, pero no vamos a añadir una palabra más a todas las reflexiones, opiniones y debates que en abundancia han suscitado, si no es para intentar sacar algunas lecciones de utilidad cara al futuro inmediato y lejano, lo que nos ocupa y preocupa en este momento.

Se podría decir que en este nuestro querido país tenemos un volcán político bajo los pies cuyos períodos de actividad son más prolongados que los de tranquilidad, esta parece una constante desde hace ya más de dos centurias. Por lo que al presente respecta, en una reciente columna en este rotativo consideraba su autor que “la aparición de partidos extremos en la esfera pública ha contaminado los usos y costumbres del debate público al que estábamos acostumbrados, ciertas normas, escritas y no escritas, consensos que nos habían socializado como votantes y que los ultras han dinamitado con orgullo y desde una visión supremacista de la política”.

A esos factores incrustados en nuestra piel de toro se ha sumado en el presente la tremenda zozobra producida por el Covid-19. Uno de sus efectos más temibles es el riesgo de agudizar las desigualdades sociales y económicas. La pandemia ha castigado severamente a unos ciudadanos, no ha afectado significativamente a otros, hay incluso quienes se han beneficiado y enriquecido con la misma. Se pecaría de ingenuo optimismo si pensáramos que pronto se reiniciará el crecimiento y la dinámica de la economía volverá las cosas a su sitio. La realidad más contrastada constata que las pandemias han sido siempre aceleradores de crisis políticas y sociales, que pueden no despertar durante el desarrollo de la epidemia sino en un período inmediato posterior. En este caldo de cultivo se han desarrollado los comicios en la comunidad autónoma de Madrid, mosaico de contrastes, producto artificial y privilegiado en el seno del país.

Lo ideal para que nuestro sistema democrático funcione sin sobresaltos sería la consolidación de los dos partidos que representan la derecha y la izquierda moderadas, con un número elevado de escaños que les permita formar gobiernos no condicionados por las exigencias arriesgadas y cuestionables de los extremos. La atomización del mapa político, en especial en la izquierda, tiene como uno de sus efectos la dificultad enorme para componer mayorías de gobierno. Pero en el presente momento post electoral ambos partidos tienen urgentes motivos para meditar y marcar su rumbo para el futuro.

El partido socialista deberá elaborar proyectos para el mañana. Lo de Madrid ha sido un aviso serio, por más que se quieran encontrar argumentos para una digestión ligera, se podrá alegar el contexto kafkiano en el que esos resultados se han gestado, pero nadie puede confiar en que eso no pueda repetirse; trabajar a conciencia, gestionar con solvencia una situación excepcional como ha sido la pandemia, no es un salvoconducto para salir airoso en las próximas citas con las urnas. Se ha recordado hasta la saciedad que Churchill llevó a la Gran Bretaña a la victoria frente a Hitler, pero no pudo ganar las elecciones que sucedieron el final de la guerra, la memoria es corta en muchos casos. El día siguiente a las elecciones las cosas no pueden seguir como el día anterior, como si nada hubiera pasado. Deberán analizar los motivos que propiciaron el surgimiento de los partidos extremistas y la trayectoria y situación de sus correligionarios europeos, en especial en Francia y Alemania, sin excluir la Gran Bretaña, en ninguno de los cuales atraviesan su mejor momento.

La socialdemocracia debe resaltar cuales son los pilares de su filosofía y hacer pedagogía frente a los votantes; todos deben poder conocer los ejes básicos, ser capaces, cuando se tiene que elegir entre varias opciones, de comprender las ideas maestras de unas y otras para razonar y no votar a ciegas, "naviguer à vue", en expresión gala, esa en una tarea de los políticos. Los votantes deberían poder reconocer a sus elegidos, en el parlamento europeo, en el Congreso y Senado, en las cámaras autonómicos; se trata de que no solo muestren su cara en los mítines de las campañas electorales, deberían intervenir en las tribunas de las asambleas legislativas, no dejarlo todo al líder, en debates serios y técnicos en televisión, mantener contacto permanente con los electores, no a través de las redes sociales, la política es algo más serio y formal. Nos sirva como ejemplo que ni Biden ni Draghi, políticos respetados y admirados, no las frecuentan, y no sirve la edad como escusa, pues no más joven es Trump y huelga recordar el uso y abuso que hizo de las mismas.

Se aduce la desafección entre candidatos y votantes, como una causa de la volatilidad del elector, sin embargo, consideramos que el motivo principal es la falta de conocimiento acentuado de lo que cada partido defiende; el elector que es capaz de discernir rara vez cambia el sentido de su papeleta y si un tema le resulta incomprensible confiará en la opinión de sus líderes. Los partidos han de preocuparse de tener bien instruidos a sus simpatizantes en los temas generales y en cada uno de los que los afectan más directamente. Decía José María Maravall, que son socialistas “los que se indignan ante la injusticia y la ignorancia”, será imprescindible superar una y otra.

La socialdemocracia debe tener como valor fundamental, por encima de todos, la convivencia pacífica de los ciudadanos, para ello no debe nunca incitar al contrincante, que no enemigo, debe desechar las palabras que pueden ofender, debe responder a la provocación con inteligencia, recurriendo a la ironía, eufemismos, parábolas y figuras retóricas, nunca contestando en los mismos términos impertinentes del rival.

Joe Biden, en su primer discurso en el Congreso, el día veintiocho de marzo, reflexionaba sobre la penosa imagen que el país había dado por los invasores del Congreso, imbuidos de “trampismo”, y lanzó a los ciudadanos americanos el reto de demostrar al mundo que la democracia en Estados Unidos está viva, prometiendo que defenderá los ideales con los que superarán la fiebre de cólera, odio y mentiras cuya siembra desembocó en aquel acto bochornoso y lamentable.

En una reciente incursión en prensa Michel Barnier, quien fue coordinador de las negociaciones sobre el Brexit y ahora postulante a la presidencia de Francia, razonaba sobre la profunda crisis que toda Europa está atravesando; considera que afecta a los valores más profundos, a la esencia misma del ser humano, y resaltaba la fraternidad que debe nacer de la historia y geografía compartidas por los ciudadanos de un país, como una de las palancas para vencerla. Interesantes lecciones para los socialdemócratas españoles.

Por su parte, el partido popular, por la trayectoria que está siguiendo, debe estudiar y aplicar serias precauciones allí donde gobierna, más y más si llegara a obtener mayoría en las próximas elecciones generales, meditar quienes pueden o no ser sus compañeros de viaje. La pertenencia de nuestro país a la Unión Europea los obliga al respeto absoluto a la dignidad del ser humano, a la transparencia en la gestión, a la defensa de la democracia y el Estado de Derecho, a combatir sin excusas la corrupción. España no puede caer en el bando de las denominadas democracias “iliberales”, que persiguen a las minorías étnicas, religiosas o sexuales, que no respetan la independencia de la justicia, que no castigan la corrupción ni el tráfico de influencias, que no protegen las libertades básicas de los ciudadanos. Todos los partidos políticos, del color que sean, deben aceptar y proteger los derechos fundamentales de los europeos.

En un interesante estudio llevado a cabo por Gaël Perdriau, alcalde de la ciudad francesa de Saint Etienne y vicepresidente del principal partido conservador, el LR (los republicanos), sobre el momento actual de la sociedad de su país, que considera fragmentada por el populismo que predica la extrema derecha, causa y efecto de la división social y política en la que está sumido, hace esta afirmación: “De una sociedad de ciudadanos libres e iguales hemos resbalado, imperceptiblemente, hacia una sociedad de enemigos. De una sociedad republicana hecha de hombres razonables y fraternales navegamos hacia una sociedad de intereses yuxtapuestos que constituyen feudalismos”.

En esa sociedad que propugna el populismo desaparece el interés general, porque el movimiento demagógico pretende crear un mundo homogéneo, rechazando todas las diferencias, fuente, según su argumentario, de las divisiones de la colectividad, y busca más las palabras de moda que las respuestas a los desafíos del presente. La única perspectiva del populismo es uniformar el mundo, con el exclusivo objetivo de “reducir al hombre a la sola dimensión de productor y consumidor de riquezas”.