La idea, el proyecto, la intención es, o parece ser, que paguemos cada vez que usamos las carreteras, cuando ya pagamos para construirlas y mantenerlas. Es, quiere ser, será —esperemos que no— una exacción doble, o triple, como la de la herencia, otro impuesto inventado; un capítulo más del sanguijueleteo que nos aplican extratributariamente. Las gambas, el mal asiento de los culos, el trajinar lacayuno y la bambolla dieciochesca obligan, a veces —muchas— a la rapacidad bajomedieval, a la escarbadura de faltriqueras y colchones, al registro de armarios y al cacheo ciudadano en busca de la calderilla plebeya. El Estado nos pide que nos arrebañemos los fondillos, que renunciemos al cafelito y al capricho, aunque se arruine la nación, en aras del sistema. Nos van a ensillar con la tasa del asfalto para que nos monte la gordinflonería del poder, que no nos quebrará el espinazo pero será una etapa esencial de nuestra chusmización, otro empujoncito hacia el feudalismo en pleno siglo tecnológico.

Viven los poltrones de nuestras humillaciones, y encima que no cobramos el sueldo en metálico ni recibimos un ochavo por la tajada que sacan los bancos al mover nuestros ahorros, ahora pagaremos —quieren, planean, traman que paguemos— por ir en coche a trabajar. Nos cobrarán el trayecto imprescindible; nos adherirán la ventosa, el succionador, la garrapata, y nos dejarán secos; nos obligarán a transitar la vereda tenebrosa, la reforma de tapadillo, la transacción abisal, donde no llega la luz ni el sonido pero hay una presión enorme. Porque a la colmena del poder, hogaño como antaño, no le importa el populacho, sino el dolce far niente; porque sabe hoy, como lo sabían Felipe IV y su valido, que ocultamos parte de la ganancia, que guardamos vellón para imprevistos y asuetos, que somos unos granujas insolidarios, que sisamos en el sustento de la España, que impedimos el progreso nacional con la roñosería indómita que nos caracteriza. Bastará, por tanto, con agitarnos, colgados boca abajo, para que nos caiga del bolsillo el monedamen, el suelto que llevamos en vellón de curso negro.

Para qué hacer una maniobra tan costosa como estimular el comercio, la industria, la innovación —se dicen los que mandan—, si el gentío lleva los forros y los dobladillos a reventar de guita, si el personal tiene dinero a espuertas, aunque lo disimule, que no lo disimula, míralo, comprando pizzas y cervezas, aguardiente y tabacote, arrastrando valijas y llenando las playas con su molicie y su languidez. Estamos forrados, y nuestros gobernantes lo saben. Y saben también que somos unos individualistas de tomo y lomo, que vamos a lo nuestro y el vecino que se apañe. Por eso pretenden, maquinan, estudian hacernos pagar por circular, imponernos el tribhurto del asfalto: porque ven que nos pirra desplazarnos, motorizarnos, escapar de la realidad, y que lo haremos mientras podamos, total por diez euros más; que nos hemos dejado la dignidad en un píxel del móvil —en un hilo del wasap— y no recordamos en cuál.

Pronto nos acostumbrarán a sustentar el armatoste con el remanente, y entonces nos cobrarán el aire que respiramos, el deleite con que olemos, en primavera, la fragancia de los árboles —que por eso los planta el ayuntamiento— y el maravilloso alivio de no tener que pensar. ¡Cuánto debemos al soviet supremo! ¡Cuánto nos ama el politburó, que nos libra de las penas y cavilaciones del cochino dinero! No podremos pagárselo aunque renunciemos a las pipas, aunque nos pongamos —que deberíamos habérnoslo puesto ya— el uniforme de corear consignas y aplaudir despropósitos. Y aún faltaría una cosa, que me permito sugerir: que paguen también los que no circulan, e incluso los que no tienen coche; que pague todo quisque; pagar y paguemos; vivamos por y para el gobierno; destaquemos, al menos, por nuestra desconcertante abnegación; redimamos, pagando impuestos inventados, nuestro agalbanamiento secular.