Es el resto del grupo; la tercera y última parte, junto al ‘Compañero cobarde’ y el ‘Jefe tonto’, en la espantosa trilogía del exabrupto laboral. Son los que miran y callan, los que no se pronuncian, los que ocultan su opinión bajo el tupido alfombrote del miedo; una estampa colectiva del compañero cobarde, una manifestación del mismo fenómeno pero con la vaguedad y el anonimato que da el grupo, una traición algo más leve, si bien de idéntica naturaleza. La caterva, la recua, la reata mirona son los compañeros astutos que han esperado ladinamente para fingir amistad o simple compañerismo; la cuadrilla circunspecta que suele aguardar unos meses para ver si el nuevo entra o no al jefazo por el ojo derecho; la parte de la plantilla que siempre va, en punto a malicia, un paso por delante del voluntarioso compañero cobarde. La caterva mirona es, en la empresa, una representación del comportamiento social predominante; de ahí que los mirones formen turba, el compañero cobarde sólo sea uno, y los compañeros de verdad no suelan existir salvo rarísimas excepciones.

La caterva mirona es la porción del personal que observa con lástima simulada el réspice, la reprimenda, el ensañamiento del jefe tonto con el empleado nuevo; la gente que registra la escena en la memoria para luego, en la privacidad y el seguro de las camarillas, regurgitarla y experimentar el sosiego que da una cabeza de turco. Son los que tienen mucho interés en el motivo del episodio, pero no para solidarizarse con la víctima, sino para esconder tras ella, mediante conexiones inverosímiles, una o varias de sus propias deficiencias; para dar lustre, con la glosa maligna de los ‘errores’ ajenos, a la quincalla de los ‘aciertos’ propios.

En la caterva mirona, opción sencilla e instintiva que prospera en sociedades mostrencas, elementalizadas y animalizadas como la nuestra, están los que ya se han resignado al adocenamiento; los que se han despojado a toda prisa de la singularidad y han adoptado, con más prisa todavía —y, por tanto, sin pararse a reflexionar ni ganas tampoco—, la triste ordinariez del grupo; los que se han entregado al empeño de ser como todos; los que han renunciado a su propio punto de vista por si pudiera perjudicarles; los que miran hundirse al nuevo en el torrente de improperios que descarga el jefe mientras comprueban, en riguroso mutismo, que no están de acuerdo con ellos, aunque se tragan su opinión y su cobardía con las patatas del miedo y con la vergüenza de saberse anulados, dominados, acoquinados. No hay sector que no rebose de individuos disueltos, de asalariados asustados, de caterva mirona que siente, allá en lo sutil del mondongo, cierta corajina que no exterioriza porque sólo imaginarse incurriendo en la cólera jefesista o compartiéndola con el torpe que ha pensado por su cuenta le provoca temblores agudísimos y rechinares inenarrables.

La caterva mirona, sin embargo, no representa el grado más bajo de abyección laboral. Todavía le queda un cambio, una metamorfosis que viene a transmutarla en esplendoroso ramillete de palmeros y pelotas. En el compañero cobarde quedaba un resto de humanidad: era un compañero con la mejor intención hasta que la sombra jeferuda, el espectro ajefesado lo malogró. En la caterva mirona y en su degradación final ya no queda nada: son esclavos del jefe tonto, cobardes absolutos, galeotes de la Estigia bogando frenéticos para llegar al más completo marasmo, a la más horripilante fosforescencia, la más terrorífica penumbra y la más pavorosa congoja: el vacío. El jefe tonto prueba su fuerza en el compañero cobarde, pero subsiste gracias a la caterva mirona, que observa y no rechista, que aparenta lástima y espera la claudicación del nuevo para integrarlo con diabólico alborozo en el club, en la zahúrda, en el mefítico pocilgón de las mediocridades.